Márian Martínez-Bascuñán: “La posverdad no busca que nos creamos las mentiras constantes sino que nos empuja a no creer en nada”
El fin del mundo común no debería ser razón para renunciar al mundo común. O así lo plantea Máriam Martínez-Bascuñán. Con tranquilidad, sin estridencias, tomando notas sueltas en una pequeña libreta, escuchando, disintiendo, abriendo ventanas para ayudarnos a comprender como, casi sin darnos cuenta, el régimen sobre verdad ha mutado en estos últimos años casi sin que nos demos cuenta. Pero ese devenir, no debería cancelar el porvenir. No, al menos, si retomamos con valentía el papel de la ciudadanía y recuperamos el espacio común de la realidad para poder disentir sobre ella y volver a hacer política.
“La posverdad es perder la confianza, no tener elementos para emitir juicios informados, no compartir ni tan siquiera los hechos sobre los que emitimos opiniones. Este tiempo de la posverdad no busca que nos creamos las mentiras constantes sino que nos empuja a no creer en nada”. Aunque Martínez-Bascuñán ya trató de hurgar en nuestro tiempo en Populismos, el libro escrito a cuatro manos con Fernando Vallespín, dice que términos como ese —populismo— ya no parecen decirnos nada.
“Desde 2017 he tratado de entender esta amenaza más estructural que es la posverdad”. Y para ello se ha abrazado al legado rebelde, inspirador, contradictorio y honesto de Hannah Arendt, a la que esta especialista en teoría política y pensamiento feminista ha puesto a dialogar con la actualidad en 385 páginas que rehúyen del academicismo e interpelan a una ciudadanía a la que le toca “quitarse la camiseta de sus adhesiones, salir de la trinchera, escuchar a los otros, y defender los espacios donde el diálogo es posible”. Tal y como escribe en El fin del mundo común, la autora nos anima a “confiar en la potencia política de lo plural” y a alejarnos de “esta especie de nihilismo” al que nos empuja el régimen que niega la realidad.
Es tarde de miércoles y la calle Cisneros de Santander parece un refugio lumínico. Aunque está en el centro de la ciudad no es parte de la estridente Navidad que agota las retinas a unas pocas calles.
Mientras en esa realidad giran las atracciones infantiles, cruje el hielo artificial destinado a rememorar festividades de latitudes mucho más septentrionales, y estrellas fabricadas con bombillas led apagan el cielo, en la librería La Vorágine, como en una constatación de lo posible, se reúnen casi 60 personas a escuchar a quien fuera directora de Opinión del diario El País que devela a pie de tierra términos como “imparcialidad homérica”, “autoritarismo competitivo”, o marca las distancias que hay entre la “verdad racional” y la “verdad factual”.
Y el contraste entre realidades que parecen paralelas apunta a que, como defiende en El fin del mundo común, quizá nos estemos quedando “sin un terreno común sobre el que discutir o actuar”.
Y ese es el fin de la democracia, tal y como creíamos entenderla. “Sobre una misma realidad, hay diferentes perspectivas. De esta mesa que está delante, cada una y cada uno, depende de donde estemos situados, vemos una parte y es el diálogo entre todas lo que construye el espacio común sobre el que podemos discutir”.
La pluralidad de miradas es la base, defiende, de la política democrática. “Sin pluralidad, no hay mundo común. Y sin mundo común no hay democracia. Solo muros de opinión, monólogos sin eco”, escribe quien ahora está hablando en el espacio común de La Vorágine.
Durante hora y media, Máriam Martínez Bascuñán explica los peligros de este tiempo e, ineludiblemente, salpica su discurso de ejemplos que provienen de Trump, o, mejor expresado, del trumpismo. “Estados Unidos ya es una autocracia”, explica la politóloga, que abunda en la idea de un “autoritarismo competitivo” que mantiene las formas de la democracia —elecciones, debates, etcétera— pero que se apoya en los tecnomagnates, que construye un relato fantástico basado en “hechos alternativos” que niegan lo factual, y que alienta el miedo como manduca que desalienta cualquier intento de disenso.
Quizá por eso, en El fin del mundo común se habla de valentía. No del coraje del estilo “aparentemente franco y directo” de los nuevos autócratas que ejercen esa jerarquía de género tan relacionada con una masculinidad dispuesta al “riesgo y al sacrificio” por defender una verdad de dudosa comprobación.
La autora defiende la valentía que tuvo Hannah Arendt cuando escribió Eichmann en Jerusalén y se enfrentó a su mundo por compartir su verdad sobre el juicio-show contra el nazi Adolf Eichmann en Israel den 1961; una valentía que “cuida al mundo” porque lo construye en el diálogo plural. Cuando renunciamos a esa valentía de pensar críticamente, de discernir, de escuchar, cuando disculpamos las mentiras porque nos tranquilizan o nos sacan del desasosiego, de la soledad, entonces estamos dejando el espacio libre para los autócratas, para un régimen en que nada es lo que es, sino lo que el poder nos cuenta.
A Martínez-Bascuñán le interesa la valentía de Arendt también para enfrentarse al poder de aquellos que creen poder determinar qué es verdad, rescata su defensa de Sócrates frente a Platón, y prende las alarmas ante los intentos de alejar la verdad de la ciudadanía para alojarla en los despachos de los políticos profesionales o de los expertos.
Al terminar la conversación con los lectores, una de las asistentes le pregunta a Martínez-Bascuñán si se ha dado cuenta de que la mayoría de los asistentes eran hombres. “Es extraño, porque casi siempre, en La Vorágine, la mayoría del público son mujeres”. No hay una respuesta clara, pero la autora constata la rareza. Ha venido a hablar una mujer feminista, que se basa en el pensamiento de una mujer disidente —como Arendt— y que denuncia la jerarquía de género que casi siempre da por hecho que la palabra de los hombres tiene más valor que la de las mujeres. Imposible indagar el origen del extrañamiento.
Lo que sí es factual es que alguna de las intervenciones que interpelan a la autora confirman las hipótesis del libro. Un hombre que levanta la mano un nanosegundo antes de que se abra el turno de palabra habla. “Entiendo todo lo que dice y los peligros que tiene alguien como Trump, del que no dudo que es un nazi, pero gracias a él ahora sé mucho más de cómo funcionan las cosas de verdad porque habla sin pelos en la lengua desde el despacho Oval… ahora sé por qué [Volodímir] Zelenski no ha querido convocar elecciones en Ucrania, por ejemplo”.
La autora es educada e intenta tirar de la ironía que tantos problemas le supuso a Arendt. “Quizá no las ha convocado porque anda ocupado con una guerra”. El interlocutor se remueve en la silla y pareciera que no le gusta lo que escucha porque no confirma su opinión. El libro que se presenta detalla lo que ocurre cuando se erosiona la voluntad de veracidad a cambio de la adhesión sin fisuras al relato de los líderes o a la confirmación de los prejuicios: “Opinar deja de ser una forma de estar en el mundo y se convierte en un simple gesto de afirmación narcisista: opino, luego existo. Ya no opinamos para pensar juntos, sino para reafirmarnos frente a los demás, como si cada palabra dicha fuera una pieza más de nuestro autorretrato digital”.
Imposible resumir lo que requiere de esfuerzo. Imposible condensar ese problema político inmenso que supone la relación entre verdad y democracia. El libro de Máriam Martínez-Bascuñán es un diagnóstico contundente, pero también, defiende su autora, es una “caja de herramientas” para aquellas y aquellos “que no quieren dejar de ser sensibles a la contradicción o a la duda porque pretenden pensar por sí mismos, tener memoria, percibir la realidad cotidiana que nos rodea (…), ser libres”.
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