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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La venganza y la política de alejamiento de presos

Isabel Elbal

Mucho y -creo que- muy mal se ha hablado sobre la política de “dispersión de presos” en relación con las personas condenadas por la comisión de delitos de terrorismo, concretamente relacionadas con ETA.

Para ser rigurosos, esta denominación no solo no refleja la situación jurídica de los afectados por tal medida política, sino que simplifica las consecuencias de lo que ello significa desde el punto de vista humano. En efecto, no se trata tanto de “dispersión” cuanto de “alejamiento” de los presos con respecto a su lugar de residencia social o familiar.

Esta medida fue implantada hace 24 años por el entonces ministro de Justicia, Enrique Múgica, militante histórico del PSOE. Desde entonces, los dos partidos políticos que han gobernado en España han aplicado con rigor tal medida, con excepción del periodo entre 1.996 y 1.998 en que el Gobierno de José María Aznar decidió el acercamiento al País Vasco de 135 presos, como gesto en un marco de negociación nunca confesado. Recibió el apoyo unánime de todas las fuerzas representadas en el Parlamento.

Frente a quienes opinan que no hay ningún derecho reconocido a cumplir la pena de prisión cerca del domicilio familiar o de su provincia, pueden oponerse multitud de argumentos jurídicos; todos ellos reconocidísimos en nuestro ordenamiento jurídico.

Para empezar, el artículo 25.2 de la Constitución española establece la finalidad de las penas de prisión: la reeducación y la reinserción social. En el mismo sentido viene a redactarse el art. 1 de la Ley Orgánica 1/1979 General Penitenciaria (LOGP); una de las leyes más progresistas de nuestro ordenamiento jurídico. Por tanto, si bien el sentido retributivo de la pena (el castigo) es inherente a la condena penal, el criterio reinsertador rige como principio orientador y ha de presidir todo cumplimiento de la pena privativa de libertad. Ello significa que las condiciones de cumplimiento de la pena de prisión han de regirse por el respeto al principio de dignidad de la persona, sin que esta deba ser castigada más allá del contenido impuesto por el juez en sentencia.

A tal efecto, un pilar básico inicial de la reinserción de los presos lo constituye el derecho a las comunicaciones (art. 51 de la LOGP), que en sentido lato abarca las realizadas con los familiares, allegados, abogados y otros profesionales. En un régimen de privación de libertad es esencial que la persona presa no pierda un contacto mínimo con su entorno social, a fin de no ver frustradas sus expectativas de reinserción. De ahí que el derecho a las comunicaciones presida esencialmente la vida de las personas privadas de libertad y que, en consecuencia, el derecho a la reinserción social vaya íntimamente ligado a aquel derecho.

En segundo término, el artículo 12.1 de la LOGP establece, además, que “la ubicación de los establecimientos será fijada por la Administración penitenciaria dentro de las áreas territoriales que se designen. En todo caso, se procurará que cada una cuente con el número suficiente de aquéllos para satisfacer las necesidades penitenciarias y evitar el desarraigo social de los penados”. Este precepto estaba pensado para conjugar las “necesidades penitenciarias” con la evitación del desarraigo social de los reclusos. Es decir, suponía un intento de conjugar ambas necesidades; por un lado, el acercamiento de los penados a su lugar de residencia y, por otro, las exigencias de la Administración de variada índole (geográficas, aliviar la superpoblación de determinadas cárceles muy demandadas por los presos, adaptación del centro al grado penitenciario del recluso, etc.).

Llegados a este punto, ¿es jurídicamente admisible una determinada política de alejamiento -que no “dispersión”- dirigida de forma generalizada a un grupo no pequeño de presos, como son los relacionados con la banda terrorista ETA? ¿Se satisface, con el alejamiento de los presos, el derecho a comunicarse con sus familiares, allegados y abogados? ¿Es compatible esta medida con la reinserción social constitucionalmente establecida?

Para empezar nótese que la ley establece un número mínimo de comunicaciones y visitas mensuales de familiares, lo cual implica la necesidad de prever un marco de contactos con el exterior, sin el cual la persona presa no sería tratada con la dignidad predicada en la Constitución y en la legislación penitenciaria. Sin embargo, cuando el derecho a las comunicaciones se ve seriamente limitado por el solo hecho de que los familiares y allegados no pueden visitar regularmente al penado, debido a la larga distancia que han de recorrer y el tiempo que les lleva en ello, ¿no quedaría afectado seriamente ese mandato constitucional básico que es la reinserción social?

Bajo el prisma político ha habido muchos apoyos a la política de alejamiento de presos de ETA. Del mismo modo que también los hubo -y muy importantes- cuando en tiempos del primer Gobierno de Aznar y en el marco de una negociación nunca declarada se acercó a un número significativo de presos al País Vasco y se concedieron terceros grados. Sin embargo, con independencia de los muchos o pocos apoyos recibidos, la medida de alejamiento de presos es absolutamente ilegal por su inconstitucionalidad.

Sus creadores la han justificado en los resultados habidos. Suele decirse que “a más presión, mayor desvinculación de los presos con la banda terrorista ETA, mayor debilitación de esta y mejores resultados para que deje de matar”. Como política criminal podría no estar mal, pero resulta a todas luces inconstitucional e ilegal.

El caso es que, una vez ha llegado el momento del cese efectivo de la actividad criminal de ETA, no se entiende desde ningún ángulo -ni el político, ni mucho menos el jurídico- que se mantengan estas condiciones de cumplimiento de penas de prisión en el Estado español.

Hace tiempo que el ciudadano delegó en el Estado el ejercicio de la fuerza, a fin de renunciar al caos y a la venganza particular. Sin embargo, el monopolio estatal de la fuerza -legitimado por la soberanía popular- no debiera recoger ansias de venganzas individuales, por muy legítimas que estas pudieran llegar a ser en el estricto ámbito personal.

En conclusión, el sistema no debe amparar actuaciones “reparadoras” de las víctimas extramuros del imperio de la ley, por cuanto crear un espacio destinado a la venganza sólo demostraría su propia debilidad y el menosprecio hacia el ciudadano como miembro de una comunidad político-jurídica llamada Estado.

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