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Crítica

El ego desmesurado de Iñárritu sepulta 'Bardo', su película más personal (y pretenciosa)

Alejandro González Iñárritu y Daniel Giménez Cacho (ambos en el centro) en la presentación del filme en Venecia

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A Alejandro González Iñárritu siempre se le acusa de que su ego acaba imponiéndose a sus películas. Que en todas ellas hay una voluntad clara por quedar por encima de sus historias. Le interesa más que se le vea a él que lo que realmente cuenta. Le pasaba en Birdman (2014), donde la ironía sobre la industria del cine quedaba tapada por su virtuoso plano secuencia; y por supuesto ocurría en El renacido (2015), donde la acumulación de desgracias —otra de sus señas— eran rodadas con una pretendida poesía que parecía imitar a Terrence Malick (no por casualidad recurrió a su mismo director de fotografía).

Está claro que su estilo funciona, con ambas películas ganó el Oscar a la Mejor dirección. Desde entonces no había vuelto a dirigir. Su regreso venía con la etiqueta de ser su película más personal y autobiográfica. Las pocas imágenes que se habían podido ver hasta ahora, incluido su póster, lo dejaban claro. Nadie podía saber si el que salía allí era él mismo o su protagonista, un inmenso Daniel Giménez Cacho que es lo mejor de la película. Había, por tanto, curiosidad por saber si para hablar de sí mismo volvía al cine más austero y seco de sus inicios, como Amores perros, o seguía enfrascado en su exhibicionismo técnico. La respuesta se dio en el Festival de Cine de Venecia, donde quedó claro que no solo el director no se ha recatado lo más mínimo, sino que ha multiplicado su estilo hasta el paroxismo, hasta convertirlo casi en una parodia.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades —que se estrenará en cines y posteriormente en Netflix—, es un ejercicio de egolatría tan desmesurado que en vez de conmover produce rechazo. El director quiere hacer su propio 8 1/2, y mezcla lo onírico —a lo que acaba dando una inncesaria justificación en el último momento— con lo narrativo para hablar a través de un personaje / trampantojo de él mismo. El protagonista, Silverio, es un periodista y documentalista que se convierte en el primer mexicano en ganar un premio en Los Ángeles (¿les suena?). Además, vive con el trauma de la muerte de un hijo al poco de nacer —misma tragedia que le pasó a Iñárritu—, y también sufre el cargo de conciencia de haber abandonado su país e irse a EEUU, donde le tratan como a un inmigrante, aunque por otro lado no quiere volver por la inseguridad del país. Vamos, la historia real del director mexicano, que encima se plantó en la rueda de prensa y tuvo la osadía de decir que no era una película autobiográfica y que era una “emografía”, palabra que debería ser acuñada por Mr. Wonderful desde este mismo momento.

Hay una película muy interesante en Bardo, la que habla sobre ese cargo de conciencia, esa dualidad de querer a tu país y no querer vivir en él. De decir lo malo cuando estás dentro y lo bueno cuando estás fuera. Señalar el racismo de EEUU a pesar de llevar viviendo 20 años. Vivir en un país que os invadió y os ve como extranjeros y criminales. Son temas interesantes que conoce de primera mano, pero que acaban perdidos por culpa de su ambición desmedida.

Una ambición que está en lo narrativo y que se potencia en lo visual. Iñárritu decide que hablar de su historia no era suficiente, por lo que también hay que hablar de la conquista de América, planteando un cara a cara ridículo con Hernán Cortés; la invasión de EEUU, desplegando una escena de una batalla militar; y hasta de los desaparecidos de su país, en un momento que parece una performance diseñada por Ai Weiwei para ser trending topic y carne de stories. Pone su historia a la altura de la Historia de su país, y lo envuelve todo en imágenes pretendidamente poéticas. Algunas de ellas funcionan y son potentes, como ese inicio saltando por el desierto o un tren lleno de agua. Otras son ridículas. El reencuentro con su padre muerto (por supuesto hay daddy issues) se cuenta con un cuerpo de niño y la cabeza de Giménez Cacho en un ejercicio que ya hizo Valerie Lemercier en Aline; y la 'despedida' de su hijo muerto se escenifica con un recurso que parece sacado de un calendario de Anne Geddes; aquella fotografía que convertía a los bebés en repollos. La diferencia es que Iñárritu se toma en serio. Todo el rato.

Hay larguísimos planos secuencias, una fotografía preciosa, escenas colosales, y todo quiere ser tan apabullante que cansa. En vez de emocionarte, solo esperas cuál será su próxima idea visual con la que quiere dejar epatado al espectador. Eso provoca que la película no se sienta sincera. Sí había honestidad en el cargo de conciencia burgués de su amigo Cuarón, pero aquí todo queda sepultado. Es una pena, porque es indudable que Iñárritu posee un talento visual que necesita alguien que le ponga freno y ate en corto.

El ego del director también queda claro cuando uno se fija en el retrato que hace de las mujeres del filme. No le importan. Ahí está su esposa (Griselda Siciliani), la mujer que perdió al hijo y en cuyo sufrimiento no se detiene ni un segundo. Ella solo le apoya y acompaña, pero nunca se para a desarrollarla, a escucharla ni a que ella cuente lo que le pasó. Bardo es una película que dividirá y que levantará tantas pasiones como odios, como suele ocurrir con el trabajo del director mexicano, que ha perdido una oportunidad única para entregar su obra más personal e íntima.

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