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No hay que hacer caso a las mareas negras

Eleonor delante de los fragmentos del Muro de Berlín.

Elena Cabrera

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Noto que los aplausos son más débiles cada día, sobre todo los de lluvia, y de esos ha habido unos cuantos en la última semana. A veces da pereza, yo eso lo entiendo, sobre todo si te pilla haciendo algo que reconforta tu interior: como ver una película, acurrucada en el sofá, debajo de una manta. Por ejemplo, a Eleonor todos los días, casi sin excepción, la hora de los aplausos le pilla jugando a Minecraft online con su primo, que tiene su misma edad, es hijo único y vive a las afueras de Madrid.

En un par de ocasiones, su primo le dijo, realmente emocionado, que jugar a Minecraft con ella por la tarde era muy importante para él, que se pasaba el día esperándolo. A Eleonor no se le olvida que, el fin de semana que se decretó el estado de alarma, habían quedado en que ella pasaría la noche en su casa, tras la celebración de un cumpleaños familiar. Se imaginaban un fin de semana entero jugando juntos a Minecraft codo con codo. Nada de eso sucedió y ahora he perdido la cuenta de cuántos cumpleaños tendremos que celebrar de golpe, incluido el mío; son tantos que no nos sirve la fase 1 porque nos juntaremos más de diez personas, eso seguro.

Dan las ocho y nos llega el ruido de las palmadas desde la calle, como si fuera la tormenta arreciando. Eleonor no se entera porque tiene los cascos puestos. Somos nosotros los que le pedimos que se los quite y nos acompañe al balcón. Algunas veces se levanta de mala gana y sale sin quitarse los cascos, da tres o cuatro palmadas mientras le cuenta alguna cosa al primo, que sigue dentro de la partida, picando una mina. Otras veces sí se los quita y participa con ganas, aunque nunca se queda hasta que el aplauso muere. Cuando ve que ha cumplido, sale escopetada y vuelve a meterse en el mundo que sea que estén construyendo ese día.

Mi hija me confesó que se aburría de aplaudir. Le contesté que lo entendía pero que, por otro lado, era importante: un solo minuto, una vez al día, tampoco era tanto pedir. Dijo que vale. Mientras hacemos ruido con las manos, me voy fijando en los vecinos de mi pasaje peatonal y me doy cuenta de que solo quedamos algunos, los más obcecados. Hay una vecina en un bajo que solo puede asomar las manos pero cada vez que la veo salir de su casa, para pasear un perro, la saludo desde el balcón. Hay una familia de tres más al fondo que, entiendo que para hacer bulto, sale cada uno por una ventana: les gusta Kiko Veneno y se lo han pedido más de una vez a nuestras djs.

En mi bloque, hay una pareja en el cuarto, a los que no puedo ver pero oigo; el otro día hicieron descender una bolsa atada a una cuerda para pasárselo a las vecinas: eran unas pilas para el altavoz, que siempre se les queda sin batería a mitad de la fiesta. En el bajo, todas las tardes se abre la ventana de mi vecina más longeva, a la que arropan con una manta para que no le pille la corriente; hace años que no sale de casa. En la terraza grande del pasaje contiguo hay una niña que cuando se despide con un “adiós”, me da la sensación de que lo dice con pena, como si hubiera esperado mucho más de lo que le ha dado el día.

En el portal de al lado, están las dj. Sin ellas, esto habría decaído hace mucho tiempo. No solo ponen música y responden a las peticiones de los pasajes, sino que jalean, aullan, silban y nos cuentan cosas. A veces hasta nos cantan cosas. Una de ellas, Eva, los sábados agarra el megáfono y canta. Su voz revive los aplausos y nos recuerda que no solo reconocemos con ellos el papel de la sanidad pública, sino que también reconocemos y alentamos en ellos lo que nos une como comunidad.

En una ocasión, Eva nos dictó a voz en grito su cuenta de Instagram. Esta es una de las canciones que hemos oído desde su balconada, el único concierto al que hemos podido asistir en dos meses:

Vía WhatsApp, he recibido muchos mensajes animando a que no decaigan los aplausos. El día en el que más desvaídos los sentí fue el que más fuerte se atizaron las cacerolas, el pasado 14 de mayo. Me desconcertó el ruido, porque en nuestro pasaje no hay cacerolistas. Desde la primera convocatoria de este tipo de protesta contra las medidas del Gobierno, nos dimos cuenta de que los vecinos salían a golpear menaje por el otro lado al que dan las casas, una calle estrecha y sin balcones (solo ventanas), por la que pasan coches.

De una manera particularmente simbólica, la ideología se deja acompañar por el territorio urbano y su arquitectónica. Aquella noche de jueves, en el que Madrid supo que no pasaría a fase 1, me temo que algunos vecinos decepcionados no salieron a las ocho y otros, cabreados y envalentonados, sacaron sus ollas y sartenes por el lado contrario al que se asoman habitualmente. Era, se me ocurrió pensar, una provocación o si no una invitación a que los del lado peatonal nos unamos al club de las nueve. Algunos de los mensajes que me llegan al móvil dicen que, si dejamos de aplaudir a las ocho, habrá cacerolas también a esa hora, como si fuera un goloso hueco de estacionamiento del que prefieres no mover el coche, pues seguro que te lo quitan.

Hablando de geografías, hemos vuelto al Parque de Berlín, nuestra gran zona verde, territorio de confluencia entre barrios con estridentes disparidades de nivel adquisitivo, siempre teniendo en cuenta que no dejamos de estar dentro del distrito de Chamartín, uno de los más caros de la ciudad. Era San Isidro y había niños y niñas, si es que acaso no era más bien cosa de sus padres, que no se resignaban a no ponerse sus trajes de chulapos y, en especial, de chulapas, que eran las que más se veían, no vaya a ser que al año que viene ya no les valgan.

Y así, se daban vueltas en sus patinetes, como un día cualquiera, pero con vestidos largos y claveles de plástico en el pelo o en el ojal. Como nota de color, un padre se paseaba por el parque, con mañosa gris ribeteada de negro con parpusa a juego en la cabeza, pantalón oscuro, babosa blanca y un chotis sonando en el móvil, escondido en un bolsillo de su chaqueta. Los hijos le acompañaban con candor en el sentimiento regional y se paseaban en grupo, como hacen los chulapos y las chulapas, arriba y abajo, por la verbena de San Isidro. Pero, en este caso, alrededor del estanque en cuyo interior se encuentran los tres trozos del Muro de Berlín que tenemos en Madrid.

Después de unos días vacío, el agua había regresado y, por tanto, la cosa estaba mucho más tranquila. A pesar de ello, la pareja de policía municipal que se paseaba en círculos alrededor de esta plaza, tenía también ganas de verbena. En el poco rato que estuvimos allí, llamaron la atención a varias personas. Una de ellas, por haber penetrado con el carrito de su hija a la zona verde que rodea el pequeño estanque. La niña, ajena a la guerra contra los gérmenes, metía sus deditos en el agua y jugaba con ella. El siguiente objetivo de la autoridad fue un hombre que giraba alrededor del monumento, como si fuera una rotonda, junto a su hijo, también en bicicleta. Los agentes le dieron el alto y le hicieron bajar de ella. Le dijeron que era la hora del deporte de los niños, no de los mayores, y que si su hijo montaba en bicicleta, él debía seguirle a pie.

Todo esto sucedía ante la atenta mirada del mismo hombre con loro en el hombro y tortuga gigante en la mano que observaba la actuación policial desde exactamente el mismo sitio que la semana pasada. Cuando el padre ciclista se rindió y dejó de discutir con ellos, la pareja se dirigió a una chica, que se había metido en una zona verde sin apertura, saltando la verja separadora de diez centímetros. Finalmente, los policías abandonaron la zona para dirigirse a otra área del parque, pasando por alto al del loro y la tortuga, que ni llevaba hijo ni perro y que, además, yacía tumbado en una zona verde sin apertura. Algunos nos miramos entre nosotros, sin entender bien el criterio.

Regresamos a casa, hacia el sur del barrio, con aires chulescos y pensando en hacer unas rosquillas. Por la noche, mis vecinas hacen sonar a todo trapo la versión de Los nardos que grabaron Alpargata y Ombligo y que comienza diciendo: “En la plaza de los Carros, en el barrio La Latina, los chinos hacen parné vendiendo birras y en la calle Lavapiés un moro senegalés juega a la pelota con un bangladés”. La canción despertó aplausos sinceros y, a lo lejos, me pareció oír, algún golpe de cuchara de palo contra el fondo de un cacharro y un sonoro cierre de ventana corredera. O lo mismo es que se nos había hecho tarde.

Tras los aplausos de este domingo, una vecina preguntó cuántos días más seguiremos saliendo a las ocho. Mis vecinas le contestaron que, mientras la Marea Blanca no desconvoque, ellas seguirán saliendo. Aquella contestó que le parecía bien, pero que “las mareas negras” no paraban de mandarle mensajes. “¡Marea Blanca! ¡Marea Blanca! —contestaron ellas— no hay que hacer caso a las mareas negras”. 

La situación actual de nuestras marejadas nos indica que hay 231.350 contagiados en España. 1.830.728, en Europa y 4.434.653, en el mundo. La previsión para mañana sigue siendo ascendente.

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