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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

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El PP y ‘El adversario’

El escritor francés Emmanuel Carrère en una imagen de archivo

Sebastián Lavezzolo

[Spoiler: este post no es sobre las “primarias” del PP ]

En el año 2000 Emmanuel Carrère publicó una novela que recuerda mucho a la evolución del Partido Popular en relación con la corrupción. Se trata de El adversario, la historia de un hombre que se pasó cerca de veinte años mintiendo a familiares y amigos, fingiendo ser un médico de prestigio aunque en realidad no tenía trabajo y se pasaba los días vagando por el bosque, parkings o cafeterías esperando a que llegase la hora de volver a casa para seguir con su ejemplar vida familiar. Hasta que un día de enero de 1993, agobiado por la fuerza de la verdad, decidió matar a sus propios padres, a su mujer y a sus dos hijos. En esa lenta y solitaria construcción de la mentira así como en la consecuente decepción, creo, hay algo en común con el PP.

El adversario pertenece a un género en auge, el de novela sin ficción o novela testimonio, en el que se hace uso de los recursos de la literatura para narrar hechos reales. Un género híbrido que para muchos nace con Truman Capote y su A sangre fría, pero que para los más entendidos se origina con Operación masacre del argentino Rodolfo Walsh. La novela sin ficción cuenta en su nómina, entre otros, con autores como el propio Carrère, Delphine de Vigan, Leila Guerriero, la Nobel Svetlana Alexiévich, o el reciente galardonado Jorge Volpi. En España podríamos hablar de firmas como Javier Cercas, Sergio del Molino o, con su último libro, Miguel Ángel Hernández. Todos, aunque desde diferentes perspectivas, comparten el objetivo de hechizarnos con su pluma para –capturada nuestra atención–mostrarnos que en ocasiones la realidad puede superar a la ficción.

Así –permítanme la licencia– no es raro que haciendo un repaso de los años de gobierno del PP a uno le entren una ganas locas de escribir una novela en este registro. Pues los más de 15 años del PP en la Moncloa contienen mucho material para este género. Pero a falta de imaginación y pericia en las letras, un servidor solo puede ofrecer un paralelismo con la novela de Carrère. Si no sirve para la reflexión, ojalá que al menos entretenga.

El adversario es el relato de la historia de Jean-Claude Romand, un hombre que desde los 18 años comenzó a tejer una red de pequeñas mentiras que acabaron constituyendo una vida de impostura a la que solo supo poner fin de la peor manera posible. Comenzó cuando le contó a sus padres y amigos que había conseguido entrar en la Facultad de Medicina, mientras que en realidad nunca se había presentado al examen de acceso, y continuó con un sin número de engaños y simulaciones que lo llevaron a fingir haberse convertido en un prestigioso médico de la OMS, a cuya sede situada en Ginebra decía asistir a diario.

Hijo ejemplar, esposo de la mujer de quien se había enamorado en su adolescencia, padre de dos hijos, buen amigo y amante, Jean-Claude engañó a todos, enmascarando su vida día tras día, sin por ello dejar de comportarse con absoluta naturalidad, transitando una rutinaria vida familiar y, aun más, manteniendo un alto tren de vida (vacaciones en los Alpes, coche de último modelo, varias residencias, etc., etc.).

Su mentira se nutría de un decorado absurdo (viajes a congresos inventados, subscripciones a revistas científicas que no entendía, folletos de la OMS cuidadosamente desperdigados en el asiento de su coche, tarjetas de visita falsas) y se sustentaba económicamente a base de pequeñas estafas a personas de su entorno. Aprovechando su condición de trabajador en Suiza, Jean-Claude proponía rendimientos más atractivos para los ahorros familiares de amigos y allegados llevándolos mas allá del radar del fisco francés, y en ocasiones solicitaba colaboraciones financieras para tratamientos experimentales exclusivos de la OMS (se inventó haber encontrado la cura contra el cáncer), todas, promesas que en realidad acababan sufragando sus gastos.

Pero sus habilidades para construir y mantener semejante farsa no se agotaban en la sinvergüencería de la estafa financiera, sino que podían llegar a extremos peligrosos, puesto que –aunque no haya quedado probado– todo indica que Jean-Claude también estuvo detrás de la muerte de su suegro, quien, tiempo atrás, había fallecido aparentemente al caerse de las escaleras de su casa, coincidiendo en el tiempo –según revelaron las investigaciones posteriores– con su intento de recuperar unos ahorros desconocidos por su familia pero confiados a su yerno.

La confianza que Jean-Claude generaba en su entorno social cimentaban los pilares de su castillo de naipes. Una confianza que en definitiva reflejaba la imagen que todos tenían de él: una persona ejemplar, correcta, amable y trabajadora. Una visión tan beatífica que Carrère –imaginando qué habrían pensado sus padres en el momento de matarlos, en el momento de la decepción– escribe: «Deberían haber visto a Dios y en su lugar habían visto, adoptando los rasgos de su hijo bien amado, a aquel a quien la Biblia llama Satán, es decir, el adversario».

Si leyésemos la vida del Partido Popular a la luz de su relación con la corrupción encontraríamos muchos paralelismo con el relato de Carrère. En 1996 el Partido Popular llega a las elecciones generales con un joven José María Aznar lleno de razones para forzar la alternancia en el poder, pero entre ellas una fundamental: la corrupción del partido en el gobierno. El PP enarbola la bandera de la dignidad y se convierte en el adalid de la lucha contra la corrupción consiguiendo desbancar al PSOE después de 14 años. Se presenta como un partido libre de ataduras con el régimen anterior, llena sus filas de jóvenes competentes, tecnócratas, y reorienta su marca electoral hacia el centro político, con una imagen liberal y moderna. Un partido ejemplar frente a un gobierno socialista lleno de telarañas y polvo, manchado de corrupción hasta las cejas.

En poco tiempo el PP es el principal partido político del país. En el 2000 arrasa con una mayoría absoluta, gobierna en España y en 10 de las 17 Comunidades Autónomas. Gana en 38 de las 50 capitales de provincia. Consigue más concejales que su principal rival. Es el momento más dulce, es cuando llega a la cima. El PP es el milagro económico, es la eficiencia de la gestión, es el avance en las inversiones de obras públicas, es el boom inmobiliario, es la prosperidad, es la nueva beautiful people. Es el España va bien. Rato, Matas, Olivas, Zaplana, pero también segundas filas como Sepúlveda, Agag o Granados son sinónimo de éxito. Brillanteces. El PP era todo aquello que decía ser. Y relucía.

Pero si miramos hacia atrás veremos cómo en el aznarismo se tejieron las primeras mentiras, es decir los primeros pasos de connivencia con la corrupción. Poco tiempo después de la llegada del PP a la Moncloa, Francisco Correa ya pasaba el día entero en Génova –¡Buenos días, Don Vito!–y le organizaba los actos de partido al entonces Presidente del Gobierno mientras planeaba con Luis Bárcenas un sistema de mordidas y contribuciones al partido vinculado a la adjudicación de contratos públicos. Negocios que con el tiempo, y a diferentes niveles, fuimos conociendo con el prefijo de “Trama” o “Caso”: Gürtel, Noos, Brugal, Faycán, Palma Arena, Púnica, Acuamed o la caja B, entre muchos otros. La relación del PP con la corrupción pasó de la connivencia a convertirse en su razón de ser. Por eso mismo es muy difícil diferenciar el PP de Aznar del de Rajoy. Ambos unidos por la trama Gürtel, o por nombres como Sepúlveda, Bárcenas o Correa.

En cuanto se empezaron a sembrar dudas sobre lo que el PP decía ser, el absurdo y la exageración no estuvieron ausentes: “Se trata algunas manzanas podridas”, “Ese señor del que usted me habla”, “Esto es una Causa General contra el Partido Popular”, “La segunda ya tal”. Cualquier cosa con tal de continuar fingiendo absoluta normalidad. Continuar con la rutina de la buena gestión y las buenas caras. Pero las corruptelas y las excusas no eran el único material de la impostura. Las sospechas sobre hechos muy delicados –como el extraño accidente de Álvaro Lapuerta, ex tesorero del PP, pocos días después de desvelar a un periodista su intención de contar los entresijos de la financiación irregular del partido– dejaron al PP en una de las zonas más sombrías de la historia de nuestra democracia.

Durante más de dos décadas el Partido Popular había logrado la confianza de millones de españoles. Los votos cimentaban su castillo de naipes. Incluso los analistas estuvimos tentados de catalogarlo como partido hegemónico. Pero con la sentencia del Caso Gürtel al PP se le ha terminado de caer del todo la máscara. Las mentiras de las manzanas podridas, de la Causa General, o hasta incluso de la brillantes de su líderes repletos de másteres comenzaron a desvanecerse. El rostro del partido que venía a limpiar España de la corrupción quedaba al descubierto.

No sabemos si ante la fuerza de la verdad el PP acabará matando, pero sí es fácil imaginar el gesto de decepción de sus fieles seguidores, cuando en vez de ver el rostro beatífico, solvente y leal al que estaban acostumbrados se encontraron con uno más bien parecido al que siempre habían maldecido, al de su archienemigo, al de Satán, es decir, el adversario.

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