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El desacuerdo de Gibraltar
En pleno Armagedón del PSOE o del Gobierno, o de ambos a la vez, no ha merecido suficiente atención uno de sus grandes logros, el acuerdo entre Gran Bretaña y la Unión Europea sobre Gibraltar. Tan largo como el parto de los montes, sin duda, pero suficientemente equilibrado, a la vista de sus derrotistas, como para que despierte dudas e incluso ira en la derecha extrema y la extrema derecha del Reino Unido y de España, a partes igual y por el mismo motivo: la soberanía, un extremo que sabiamente no figuraba de entrada en las negociaciones, porque no habrían llevado a parte alguna. Esto es, ni Downing Street habría aceptado cruzar esas líneas rojas ni la Moncloa habría delegado en Bruselas tamaña reivindicación histórica.
Se trataba –y se trata, a falta de que quede redactado en otoño el Tratado definitivo, con todos sus perejiles--, de un armisticio a favor de las personas, las que transitan a diario por la Verja que está ahora llamada a desaparecer. Las que curran, las que compran a uno o a otro lado, las que se enamoran, las que saben qué son los meblis, las que llaman patrás, desayunan churros y meriendan capotí. Claro que dirán los cuñados de turno que también les servirán a los yanitos muy ricos para desplazarse a su casa de Sotogrande: a estos, les da igual que haya colas en la Focona, porque en la Marina les aguarda un yate cojonudo para pasar el weekend con sus españolísimos compañeros de paddle o de polo.
Los patriotas y muy patriotas británicos hubieran querido que ningún policía español pusiera sus botas en el puerto o en el aeropuerto del Peñón, aunque sólo sea, como está llamado a ser, para supervisar desde la Unión Europea lo que sus colegas calpenses inspeccionarán a la luz de Schengen; al igual que agentes ingleses y franceses conviven, por semejante motivo, en la estación londinense de St. Pancras, para aliviar la burocracia del Eurotunel. Como la policía marroquí que sella los pasaportes en mitad del Estrecho para ahorrarnos a todas las nacionalidades que lo cruzan un par de horas de muermo a nuestra llegada a Tánger.
Y los españoles y muy españoles ambicionan que en el pack de este acuerdo fieramente humano se hubiera incluido, al menos, la reivindicación del istmo que la Pérfida Albión nos fue mangando de extranjis, incluso en época del glorioso Caudillo –de hecho, el aeropuerto civil fue inaugurado en 1949, aunque el militar ya tuviera más trienios--. Sólo que no se trata de un acuerdo político sino comercial, porque también incumbe a las mercancías, a la nivelación fiscal, al IVA y a otras importantes zarandajas económicas. No es como el Acuerdo de Bruselas de 1984, ni como el del aeropuerto de 1988, que dejaron de cumplirse porque eran tan políticos que a los políticos dejó de interesarles. Es más un arreglo de andar por casa, un alivio de luto del Brexit, una oportunidad para que Micaela pueda besar a Tom sin tener que superar dos horas de filtros, una ocasión para que el próximo 16 de junio de 2026, los frikis de James Joyce podamos celebrar el Bloomsday entre Gibraltar y La Línea, como manda el “Ulises”.
Todo ello no impedirá que el partido de Santiago Abascal siga sumergiéndose en aguas de la Bahía de Algeciras o de Gibraltar, según la toponimia respectiva, para trincar pelotes de cemento y colocarlos en la sede madrileña de Vox. Ni al Reform UK de Nigel Farage, para pregonar que Keir Starmer es un vendepatrias
La oposición a los laboristas británicos y a los progresistas españoles hubiera querido participar en las conversaciones que llevan hasta este consenso. ¿Desde cuándo las oposiciones respectivas han participado en negociar los Tratados internacionales, máxime cuando éste incumbe a la Unión Europea, en su conjunto, y no estrictamente a España? ¿Discutió el Parlamento español la salida de Gran Bretaña del bloque comunitario?
Todo ello no impedirá que el partido de Santiago Abascal siga sumergiéndose en aguas de la Bahía de Algeciras o de Gibraltar, según la toponimia respectiva, para trincar pelotes de cemento y colocarlos en la sede madrileña de Vox. Ni al Reform UK de Nigel Farage, para pregonar que Keir Starmer es un vendepatrias. Ni a los tories para dudar de su contenido, a pesar de que fueron ellos quienes llevaron el peso de las discusiones con el bloque comunitario, durante su largo mandato gubernamental. Ni a los de Núñez Feijoo, o sea quien sea quien lidere el PP, para poner chinchetas en las ruedas de la Eurocámara, a pesar de que este proceso se inició cuando Alfonso Dastis, en la época del recordado Mariano Rajoy, ocupaba la cartera española de Exteriores.
En cualquier caso y ante la duda, cabría mejor recurrir a los clásicos. Como dijo Miguel de Cervantes, en “El juez de los divorcios”: Entre casados de honor/ cuando hay pleito descubierto,/ más vale el peor concierto/ que no el divorcio mejor.“. O William Shakespeare: ”Procurando lo mejor estropeamos a menudo lo que está bien“.
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