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La última vez que vi Jerez

Espectáculo Sierpre, en el Festival de Flamenco de Jerez

David Montero

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Miércoles, 27 de febrero

[[OBEJCT]] 17 h. M y yo vamos en coche a Jerez. M es bailaora. Hablamos del flamenco y de lo otro. Hay gente que ve el flamenco como un territorio, como una herencia o como una tradición. Yo antes pensaba que el flamenco era un lenguaje artístico con demasiada poesía y demasiados policías. Ahora, creo que es una familia. Como toda familia, dice tener miembros legítimos e ilegítimos (pero quién expide el certificado de legitimidad), y tiene sus odios, sus inercias y sus milagros. Me acuerdo de una vez que vi a una extranjera por la calle Relator ensimismada en un zapateado que no le salía, ajena a las personas y los coches. Pensé: esto es la pureza.

18.45 h. En la puerta de la sala Compañía saludo a X. Siempre que la veo me parece ver también una cuarta por encima de su frente un aviso que dice “hay actualizaciones pendientes”. Yo he intentado instalar esas actualizaciones durante años: era tan simple como tomarnos un café y ponernos al día. Pero nunca ha pasado. Por eso, siempre que la veo se me mezclan la alegría y la extrañeza como sierpes o cantes de ida y vuelta.

19 h. Justo antes de entrar, hablo dos minutitos con Carmen Linares. Sí, lo sé. Es la primera vez en este diario de un espectador que nombro a alguien más allá de su inicial. Lo hago porque admiro mucho a esa mujer. La admiro por su obra larga y honda, pero también por su cercanía, su profesionalidad y porque ama a esta familia llamada flamenco con la sabiduría de sus años y, a la vez, con el entusiasmo de quien empieza. O sea, si tiene que haber una madre en esta familia, yo voto por ella sin dudarlo.

19.30 h. He creído ver una primera parte en la que Sierpe coloca las cartas sobre la mesa: una composición musical que amalgama folklore, música nacionalista española y flamenco, sin jerarquías ni falsas fusiones; una iluminación descarnada y, sin embargo, preciosista; una dramaturgia que crece porque se aleja de lo figurativo; y, alimentada por todo ello, Vanesa Aibar, que hace extraños pasos a dos con elementos (esa bata de cola de cadenas), con los sonidos de su cuerpo o con los otros intérpretes. Ya lo hace desde la copla que abre el espectáculo: “esta noche va a salir/ la fiera que nunca sale/ al revolver de la esquina/ capa en tierra y mano alzable/ vamos andando/ que si usted lleva miedo/ yo voy temblando”. Esa fiera es la feminidad como rebelión ante el orden que no la deja ser, como vindicación de una mujer que sólo habita los estereotipos para excederlos.

19.40 h. Vanesa se acaba de postrar en el suelo, mientras El Tremendo canta por soleá. Y algo me ha sacudido en el asiento. Estaba empezando a establecer una relación mental con la escena y, afortunadamente, mi cuerpo está vibrando de nuevo. Claro que sigo leyendo y pensando lo que veo y lo que leo de la escena, pero cada vez necesito más bailar desde mi asiento. Sí: si no puedo bailarlo, éste no es mi espectáculo.

20.10 h. En el final, la bailaora arrebata la guitarra al tocaor y se aleja tocando un par de notas en obstinato. Hay una (re)conquista en ese gesto: la sierpe, la fiera, la mujer ha desbordado el ser bailaora para ser y sernos otra, más plural y, por tanto, más real. Durante toda la obra, lo femenino y lo masculino se enredan, se separan y se unen: una con miedo, el otro temblando. No leo una conclusión sino una inmanencia.

21.15 h. Me ha gustado ver la Sala Compañía desnuda (mitad templo, mitad espacio mental) y me ha emocionado la luz en el habitáculo superior del fondo resplandeciendo como altar o ausencia (que, al cabo, son sinónimos). Sigue la lista de gustos y placeres: la sensualidad del baile y la bailaora que no se hayan subrayado nunca. Las voces distintas y distantes de Tremendo y Rocío Guzmán, que se ofrecen más en el contraste entre lo térreo y lo aéreo que en la manida dicotomía flamenco/no flamenco. La guitarra de José Torres como nexo entre ambas voces, pero también cómplice incondicional de la danza, aunando rigor, conocimiento y audacia. La iluminación de Benito Jiménez, que crea o acompaña las imágenes que transitan por la escena. Adivino la complicidad de Francisco Sarabia Marchirán, responsable de que los referentes no sean lastre sino alas, de toda esa solidez y honestidad que el espectáculo emana; y también la impronta coreográfica de Juan Carlos Lérida, capaz de impulsar y sostener el discurso del movimiento.

Hay un par de cosas que me cuestan. Me sobran objetos, parecen ser una fascinación de la bailaora y es parte de su poética, pero creo que se puede afinar en ese diálogo entre presencias y ausencias; también creo que todavía es ella la que va buscar las imágenes coreográficas, y yo sueño con el momento en que las imágenes la encuentren a ella.

21.30 h. Vamos camino del coche. M tiene frío, así que aunque no sea la sierpe sí que va temblando. Apretamos el paso. Le digo: “La  Aibar ha conseguido algo muy difícil en su puesta de largo: evitar el arrebato emocional, la sobredosis de conceptos, la exhibición técnica. Hay madurez y compromiso en esta bailaora, una apuesta por un lenguaje realmente personal, es decir, que dialoga con las retóricas del presente sin sucumbir a ellas”. Es mentira. No le he dicho eso: hablo raro pero no tanto, miarma. 

23.30 h. Llegando a Sevilla, caigo en la cuenta de la última vez que fui al Festival de Jerez estaba vivo Paco de Lucía, yo tenía muchas menos canas, compartía mi vida con B y habitaba otra casa distinta a ésta. Pienso en el tiempo. O sea, en el paso del tiempo. Esa cosa tan rara. Pienso en nuestra necesidad de cambio y nuestra necesidad de permanencia, que se enredan y pelean como dos sierpes siamesas. O sea, el uno y el dos, lo eterno y lo fugaz. Cuanto más simple es algo, más raro me parece: “Mira qué cosa más rara:/ una mano lava a otra/ las dos lavaban a la cara2.

 

 

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