La contrarreforma de Rajoy y sus costes
A Mario Vargas Llosa no le agradeceremos nunca lo suficiente los valencianos, y tampoco los catalanes, aquella Letra de batalla por ‘Tirant lo Blanc’ en la que reivindicó un libro clásico “desmedido e inconmensurable” escrito por Joanot Martorell en el siglo XV en una lengua que no era el castellano. Además, todos los lectores del mundo debemos tributo a este escritor latinoamericano por su literatura extraordinaria, pese a que desmerezca tanto su articulismo cuando incurre en política y se encandila con el rancio liberalismo de Esperanza Aguirre o el neoespañolismo banal de Ciudadanos.
Hace muchos años, Vargas Llosa puso en boca de Santiago Zavala, el joven periodista que protagoniza su novela Conversación en La Catedral, aquella reflexión famosa: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Sin que el Perú de los años sesenta del siglo pasado tenga nada que ver con la vida española de hoy, no es ningún absurdo parafrasear a Zavalita ahora que termina el año 2017, y preguntarse: ¿En qué momento se jodió España? Porque es evidente que se están rompiendo cosas importantes de un tiempo a esta parte, en las que el Nobel peruano, por cierto, no ha evitado implicarse con más pena que acierto.
¿Se jodió España el 1 de octubre con el referéndum forzado por los independentistas catalanes? ¿Lo hizo cuando proclamaron la secesión unilateral? ¿O cuando el rey Felipe VI lanzó el furioso discurso de advertencia? ¿Fue la brutal conducta de la policía española contra aquellos que se acercaron a las urnas? ¿O se jodió el invento al suspender Mariano Rajoy el autogobierno de Catalunya mediante el artículo 155 de la Constitución? ¿Ocurrió el 21 de diciembre, cuando los independentistas volvieron a ganar las elecciones? ¿O fue antes, cuando la fiscalía pidió y los jueces dictaron el encarcelamiento de dirigentes catalanes?
Tal vez habría que remontarse más para encontrar los puntos de ruptura, ya que las crisis institucionales no suelen ser cosa de un día y tienen, casi siempre, su origen en causas complejas. ¿Se jodió España cuando una campaña infame del PP y una sentencia del Tribunal Constitucional tumbaron el Estatut d’Autonomia votado por los catalanes y aprobado por el Congreso? ¿Se rompió el pacto que hizo posible la Transición a la democracia cuando la derecha y buena parte de la izquierda pusieron la proa con tanta virulencia al intento de un gobierno de la Generalitat transversal, de nacionalistas y no nacionalistas, como el que encabezaba Pasqual Maragall a principios de siglo?
Lo cierto es que el españolismo navega ahora mismo entre la beligerancia pseudofascista del “a por ellos, oé” y la rabia patética de la Tabarnia (algunos incluso hacen el ridículo argumentando en nombre de una hipotética balcanización que hay que tomarse en serio la broma), mientras los apóstoles de la secesión cierran filas y hacen proclamas de fe sin ensayar la más mínima autocrítica. ¿Dónde están ahora los moderados? ¿Son tal vez los denostados podemitas? ¿O Ada Colau? ¿O quizás Miquel Iceta? ¿Dónde ha quedado el “parlem”, aquel “hablemos” tímido que trató de levantar la bandera del diálogo en plena crisis, si el escenario se ha llenado de trincheras? ¿Qué queda de la credibilidad del renacido Pedro Sánchez tras dar apoyo a una intervención excepcional sin jugarse la figura para liderar una solución negociada?
En estos momentos, la única salida que contempla el poder del Estado es la derrota de los independentistas, por vía judicial si no se logra, como no parece, por la vía electoral. Pero la crisis tiene las patas más largas. No se ha negado Rajoy a hacer movimientos que permitieran llevar el conflicto a cauces menos dramáticos solo por incapacidad o por falta de flexibilidad, sino también por cálculo. Lo más grave de todo este desastre es que obedece a una estrategia.
Y en esa estrategia, no solo juegan la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, tan admirada con tan poco motivo, o el ministro del Interior y sus cuerpos y fuerzas de seguridad, ni el fiscal general. Lo hace, de forma relevante, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, cuando amenaza de nuevo a una decena de gobiernos autonómicos con intervenir todavía más en sus políticas sin dar ninguna explicación de por qué no ha cumplido el compromiso de reformar el sistema de financiación este año. Lo hizo el exministro Wert con la Lomce. Lo hacen el PP y la Moncloa llevando a los tribunales montones de leyes autonómicas de contenido social con el argumento de que las directrices políticas son potestad del Gobierno.
Ha advertido Alba Nogueira sobre lo que denomina “la contrarreforma autonómica” y ha impugnado lo que considera el mito del Estado cuasi federal o “Estado-más-descentralizado-del mundo”. Un mito, dice, “que choca con un mapa competencial mutante y progresivamente jibarizado; unos presupuestos autonómicos con crecientes controles estatales usados como arma de control político y un nivel relevante de gasto condicionado”.
Coincidieron el presidente y la vicepresidenta valencianos, Ximo Puig y Mónica Oltra, al denunciar el proceso de “recentralización” tras una reciente sentencia del Tribunal Constitucional, de la que se desmarcaron los magistrados progresistas. Una sentencia que anuló la ley valenciana de sanidad universal, por la que se reconocía el derecho de todas las personas, tengan o no los papeles en regla, a ser atendidas en el sistema público de salud.
No se trata de una fantasía retórica de nacionalistas periféricos. Solo hay que escuchar al ministro de Justicia, Rafael Catalá, que este mes de noviembre aseguraba en una conferencia en Navarra: “Algunas políticas, que tuvieron sentido quizás en un momento inicial de consolidación del Estado de las autonomías, han puesto ahora de manifiesto disfuncionalidades y algún resultado disonante… No sé si estamos en el momento de ampliar competencias o de fortalecer los instrumentos de colaboración y cooperación o, incluso, de que el Gobierno central vuelva a asumir políticas públicas esenciales”. Aunque el expresidente José María Aznar se dedica últimamente a refunfuñar contra Rajoy por las esquinas, los documentos de FAES, el think tank que preside, formulan ese mismo plan con toda la crudeza (véase el documento Por un Estado autonómico racional y viable).
Quién nos iba a decir que un Gobierno con una base parlamentaria tan minoritaria actuaría como si tuviera una mayoría absoluta capaz de forzar los equilibrios territoriales de un sistema cuya arquitectura política se resiente y de afrontar un trauma como el de Catalunya sin abrir vía política alguna.
Los independentistas catalanes se mienten a ellos mismo cuando parten de la premisa errónea de que les da igual porque tienen decidido marcharse. La verdad es que nadie puede predecir qué recorrido tendrá la estrategia de Rajoy ni a qué precio.