Árboles
Cuando se quema un bosque, se quema mucho más que árboles, esos que no dejan ver el propio bosque.
Se quema esperanza y dignidad. Se quema la confianza en el poder. Se quema el paisaje que nos identifica y nos da cobijo. Se quema la infancia, la adolescencia, la juventud, el recuerdo, la memoria, ¡Qué duro cuando arde la memoria! Se quema nuestra mirada, nuestros pulmones, nuestro olfato, nuestra templanza. Se quema el primer amor, en la chopera, o en el hayedo, bajo la mirada del árbol que nos protege de otras miradas intrusas. Se quema la riqueza colectiva infinita, que no tiene precio ni está en el mercado, que no es moneda de cambio sino de permanencia. Se quema el hábitat de tanta fauna confiada. Se quema la propia fauna desprevenida, el pájaro en su nido, incubando futuro roto, la hormiga en su hormiguero, la ardilla en el hueco del tronco que desaparecerá. Se queman las hojas con formas tan elaboradas, la perenne, sujeta, la caduca en el suelo creando abono. Se quema la rama, la flor, el fruto, la corteza, incluso el sonido, incluso la sombra. Se quema el entorno imaginado donde Obélix y Astérix buscan los ingredientes de la imprescindible pócima mágica. Se quema donde Pulgarcito y sus hermanos recurren a las piedrecitas blancas para regresar. Se queman los siete enanitos que cuidan a Blacanieves. Se quema Tarzán que grita una y otra vez haciendo sonar las alarmas. Ya ven, tantos escenarios, tantas selvas, tanta referencia cultural eterna. Se quema la función clorofílica y la fotosíntesis, regalos insustituibles para la humanidad. Se quema la respiración y el aire, el néctar y la savia, los colores y las texturas. Se quema la palabra árbol, la palabra arbusto, la palabra hierba, la palabra monte. Cuando se queman las palabras, como hacían los nazis con los libros en la plaza del pueblo, se quema el alma. El humo oculta la luz, la niebla la mirada, y la tos la conversación. ¿Qué nos queda? Las cenizas repetidas nos dejan huérfanos una y otra vez.
Los árboles crecen con nosotros y nos dan todo, desde alimento hasta bienestar, incluso símbolos, incluso recuerdos, todo a cambio de un poco de respeto y de cariño; que peinemos su cabellos, que limpiemos su calzado, que mimemos sus raíces, que vigilemos su desarrollo. ¡Cómo has crecido este año!, les diremos regalándoles una caricia. ¡Qué guapo estás! Y abrazaremos su torso. El bosque, generoso, nos regala la vida y solo nos pide afectos.
Sí, el bosque pide dinero para sobrevivir, y hemos de dárselo, pero antes del dinero está la conciencia, el reconocimiento, la convicción. El árbol de Guernika, el Drago milenario, el olmo viejo hendido por el rayo, los olivos de Jaén, el ciprés del cementerio, el árbol de la vida, el bosque encantado, los ficus de la Glorieta y el Parterre, y tantos otros que hoy están de luto (más de siete millones de árboles) son nuestra familia, una familia imprescindible para vivir, y nos reclaman su derecho a la vida compartida.
Primero reconozcámoslo. Luego pongamos el dinero.
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