Desconexión: El abismo entre la ciudadanía y sus representantes
La desafección hacia la política tradicional no deja de crecer. Mientras el populismo avanza con propuestas simplistas, la democracia necesita reconectar con los ciudadanos. En tiempos de hiperconectividad, la desconexión política es más peligrosa que nunca.
¿Cuántas veces nos hemos preguntado por qué los ciudadanos se sienten cada vez más alejados de la clase política? En algunas encuestas, los políticos figuran entre los principales problemas del país. Qué paradoja: aquellos cuya función debería ser resolver los problemas de la ciudadanía, son hoy vistos como parte del problema.
A pesar de ello, la desafección hacia la democracia aún no muestra señales alarmantes. La participación electoral sigue siendo razonablemente estable. Pero el modo en que se utiliza ese voto sí ha comenzado a cambiar. Los perfiles políticos tradicionales —progresistas y conservadores— ya no movilizan al electorado como antes. El terreno se ha ido desplazando hacia propuestas populistas que apelan más a la emoción que a la ideología.
Estas nuevas ofertas políticas se presentan con un rostro personalista, desligadas de los partidos tradicionales. Prometen soluciones simples a problemas complejos y construyen su campaña más en la destrucción del adversario que en la propuesta propia. Cuando los hechos no alcanzan, se recurre a la desinformación, al bulo y a la mentira. El mensaje es emocionalmente eficaz, aunque inviable en lo práctico: recortar el gasto público, excluir al diferente, reforzar lo propio frente a lo ajeno, y promover un individualismo radical.
Y lo cierto es que estas estrategias están cosechando resultados. Un número significativo de ciudadanos, frustrado con la política tradicional, ha empezado a mirar con simpatía a estos nuevos actores, cuya propuesta resulta más directa, aunque mucho menos clara en su fondo.
Sin embargo, más allá del auge del populismo —que no es un fenómeno nuevo, aunque sí renovado— conviene preguntarse: ¿qué ha fallado en la política tradicional para llegar a este punto?
Las causas son múltiples. La designación de representantes inadecuados ha erosionado la confianza. La profesionalización de la política como fin en sí mismo ha expulsado a muchos de los mejores. La creciente complejidad de las decisiones públicas y los cambios sociales también han contribuido a esa desconexión. Pero, sobre todo, se ha roto el vínculo entre representantes y representados.
Hoy, pocos ciudadanos conocen el nombre de su diputado en el Parlamento Europeo. Ocurre lo mismo en el Congreso de los Diputados, salvo los cabezas de lista, el resto permanece en el anonimato. Incluso en el ámbito municipal, donde el contacto debería ser más directo, la distancia es patente. Una vez depositado el voto, la relación entre ciudadano y representante se interrumpe hasta la próxima campaña electoral, cuando reaparecen intentos —a menudo forzados y poco creíbles— de acercamiento.
En este contexto, y desde la defensa de la democracia como valor irrenunciable, resulta urgente repensar el vínculo entre ciudadanía y clase política. Porque si no somos capaces de reconectar, corremos el riesgo de ser arrastrados por una corriente de consecuencias impredecibles. Es necesario adaptarse a las nuevas condiciones sociales y construir canales de comunicación fluidos, duraderos y veraces entre los representantes y la ciudadanía. En una era hiperconectada, resulta especialmente paradójico que falte conexión entre votantes y sus representantes.
Como escribió Hannah Arendt: “La esencia del poder es la posibilidad de actuar concertadamente. Lo que mantiene a las personas unidas en la acción no es la fuerza, sino la palabra.”
Y quizás por eso, hoy más que nunca, urge que los políticos vuelvan a hablar con la ciudadanía, no desde un atril, sino desde la calle, la plaza y la escucha activa. De no hacerlo, el grito que no se atiende puede acabar convirtiéndose en una ola que arrase las urnas, las instituciones y, lo que es peor, las esperanzas. Porque si la democracia no se cuida, se muere. Y lo hace en silencio.
Y la palabra debe volver a ser vínculo, no eslogan. Si queremos salvaguardar la democracia, la reconexión no es una opción: es una obligación.
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