El manifiesto
Unos trescientos escritores valencianos, que yo no sé cómo hay tantos, han escrito un manifiesto en apoyo del valenciano, o sea, que denuncian las agresiones -y las reducciones- que sufre “la morta viva” por parte de la política que hoy corta el bacalao. En esa política también se ha integrado algún lingüista, dispuesto a elaborarla en directo. La política es que tira mucho, e igual te encuentras en el ajo político a un bioquímico que a un especialista en Malthus. Será la adicción al servicio público. Observemos a Camps: el servicio público, para él, es droga pura. Necesita volver al campo de batalla. A mi, el manifiesto de los cientos de escritores me suena a aquellos escritos que comenzaban así en la Transición y aún antes: “Els sotasignants, treballadors de la cultura…”. Yo creo que éste de ahora debía de haber comenzado de ese modo. Hubiera sido bonito. Un homenaje. Lo que nos dice el manifiesto, en primer lugar, es que no hemos avanzado nada. Pero nada, nada. El mundo se llena de algoritmos y nosotros aún andamos con manifiestos “estilo Transición”, con los acentos y con los sujijos y, encima, cuestionando a la Acadèmia realmente existente. Para una vez que acordamos algo al respecto, la tratamos como si fuera un bolo de Rosita Amores. Cualquier día Vox cuestionará la RAE, que es lo suyo, el castellano, si es que no lo ha hecho ya. Con Camps vivíamos mejor. Y también con Zaplana, que levantó la Acadèmia. En aquel pacto lingüístico estuvo el PP y el PSOE, y Casp y Grisolía, claro. Grisolía estaba en todo. Igual ahora lo que hace falta aquí es un Vox pero ultranacionalista, no ultraregionalista (que ya lo tuvimos), ni ultraespañolista/madrileñista (que ya lo tenemos). La derechona reduce el uso del valenciano, resucita el “peligro catalán”, ataca la AVL y lo peor es que conduce a la derecha por esas encrucijadas venéreas, con lo facilona que es la derecha en este asunto: ni gomitas le hacen falta para caer en la tentación. Está pasando lo mismo que ya vivimos en technicolor, en los setenta y ochenta, pero ahora en formato 3D y medio siglo después. Tenía razón Einstein. El tiempo solo pasa según la velocidad del observador. La derechona no se ha movido, y así andamos todos.
A ver. Se escribe en castellano como dicta la RAE y Delibes y Aldecoa y así. Y después se habla como se puede o se sabe. Como dice Antoni Ferrando, no se escribe “Madriz” ni “Graná” sino Madrid y Granada. Lo mismo con el acento del Cap i casal. En À Punt se ha de hablar según la comarca de cada locutor o corresponsal, que Salvador Barber hablaba de una manera y Joan Monleón de otra y todos tan tranquilos. Pero À Punt no pretende hacer literatura, ni literaturizar la vida, menos mal. En este pedazo de geografía ya teníamos las Normas del 32, suscritas hasta por el “pare” Fullana, dado que había que normalizar y normativizar a “la morta viva”, y después lo que se vino a hacer reeditando la gramática del franciscano y fabricando las normas del Puig es un buen panquemado político, primero por despecho (como dice Colón) y después por conectar con las elites que manejan el cotarro. Menos mal que el “pacto lingüístico” de finales de los noventa centró de nuevo el tiro y puso orden en la cosa, gracias a Zaplana, al que se debía reconocer el mérito, y a Romero (creo que estaba Romero entonces bendiciendo los designios, siempre tan raros, del PSOE valenciano). De ahí partió la AVL. Ahora resulta que Zaplana sería un catalanista incorrupto, yo no sé adonde vamos a ir a parar con esta derechona, y Camps, que leía Nosaltres, otro.
Lo que viene ocurriendo aquí, cree uno, es que la izquierda ha hecho demasiadas concesiones a la derecha y derechona. Y así se lo paga hoy. Que si la banderita, que si el nombre del territorio, que si la música oficial, que si la AVL. Y total, ¿para qué? Para acabar redactando un manifiesto como si estuvieramos en la preTransición. “Els sotasignants…” En valenciano hay que escribir como escribía Estellés, como escribía Valor, como escribe Enric Soria, Ferran Torrent, Joan Francesc Mira, Rodolf Sirera, Martí Dominguez y tantos otros. Y dejémonos de cuentos de si “discutix” o “discuteix” o “vacacions” o “vacances”, que no acabamos nunca. En lugar de una lucha de clases como motor de la historia parece que los motores y las clases, por aquí, sean las gramáticas y sus derivados. A mi me parece que Vicent Baydal y los de Drassana, con muy buena voluntad y estilo, lo que están haciendo son de nuevo cesiones, inocular la duda, abrir el melón -en lugar de cerrarlo- para que por esa carne humeda y blanca penetre el discurso de la singularidad “nostra” y “nostrada”, de las inflexiones y reflexiones de la derechona y de algún lingüista despechado, estilo Fullana, de modo que no terminamos nunca de ordenar esta torre de Babel ni de escribir como escribía Estellés y escribe Joan Francesc Mira. La lengua no es el urinario de Duchamp, y viniendo de ese plantel de letraheridos en torno a Drassana quizás sería conveniente reducir la extensión de la utopía y también ocultar alguna certeza (o incerteza). La cuestión es que el manifiesto está firmado por 300 escritores, una barbaridad, con lo que tocamos a casi veinte mil habitantes por escritor. No está nada mal. En mi pueblo, sale la cifra. Está Manuel Baixauli, novelista. Está Salvador Ortells, poeta y crítico. Y está Emili Piera, que últimamente produce unos dietarios viajeros y muy excelsos, quizás para luchar contra el fracaso del instante, o para detenerlo.
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