De Rita a Chucky: Una transformación
La memoria es corta. Lo de ayer ya está olvidado. Sólo cuenta lo de ahora mismo. Las historias se hacen viejas. Se vuelven inservibles. Son como trastos viejos arrinconados en la habitación infantil de los fantasmas. La noticia se repite en todas partes. La misma noticia en todas partes. El hartazgo. De tanto leer, ver y escuchar siempre lo mismo acabamos no haciendo caso de nada. Nada nos importa. Perdemos la curiosidad. Lo que se repite tantas veces deja de interesarnos. Ese es el peligro de tanta noticia unánimemente reproducida en todos los medios de comunicación. Ahora no paran de salir nombres que tienen el alma más negra que los pobres angelitos de Machín. No cabe tanta negrura moral en las páginas de los periódicos, en los programas de radio, en las televisiones, en los mercados con los ojos todavía llenos de sueño. Los nombres de la corrupción de ayer ya son historia. Sólo de vez en cuando, regresan para recordarnos que su oscura trayectoria sigue ahí, como ese Guadiana que aparece y desaparece como el Hombre Invisible o Superman en la literatura fantástica.
Hoy el nombre de moda, el que acapara portadas, telediarios y conversaciones en las barras de los bares es repetitivamente único: Rita Barberá. Ya se ha escrito tanto sobre ella que suena ridículo que yo la vuelva a sacar en este artículo. Pero lo hago. Y recuerdo algo que hace falta recordar: cuántos colegas periodistas y cuánta prensa (casi toda, o tal vez toda) se pasaron la vida riendo las gracias a una alcaldesa que reinaba a su antojo sobre un vecindario desgraciadamente sumiso a su populismo descastado. Ahora es como si todo dios hubiera estado siempre en su contra. Ya lo dije: la memoria es corta y el paso del tiempo hace que parezcamos otros, que nunca dijimos lo que dijimos, que jamás de los jamases le hicimos la ola a la mujer que más ha cultivado la abyección en la larga lista de abyecciones de nuestra última historia. Repasen ustedes (los colegas antes que nadie) las hemerotecas y a ver cuánta crítica hubo en la prensa a esa abyección en su larga trayectoria de indignidades a destajo.
Ahora las cosas han cambiado. Y me alegro -no saben ustedes cuánto me alegro- de verla hundida en la miseria moral que fue siempre negada por su imagen de marca: la de la alegre y anchurosa sonrisa en olor de sus más entregadas multitudes. Ahora esa imagen ya no es la misma sino todo lo contrario. Ahora me viene a la cabeza la ruina hecha cenizas de la Casa Usher, como contaba Edgar Allan Poe. El hundimiento de una mujer que lo fue todo en la plana superficie de nuestra domesticada cotidianeidad. El abismo donde alumbra una de las estafas más grandes, insoportables, que ha dado la historia contemporánea de la infamia. El grito triunfante de Tarzán convertido en el silabeo titubeante de una vergüenza que entumece la conciencia. Se le acabaron a Rita Barberá el jolgorio de los mercados, la risa ebria como el barco de Rimbaud, lo chabacano alzado a la categoría de ejemplaridad municipal, tanta mentira curtida en la peluquería de los sábados por las cercanías de Mestalla. La muñeca que fue musa fallera en su primera juventud convertida tantos años después en Chucky, el muñeco horripilante de las películas de miedo. El ídolo de multitudes caído en la lona agrietada de la derrota, como un boxeador sonado llevado por el árbitro al rincón de los vencidos antes de que suene el último gong de la batalla.
La mujer que lo fue todo durante veinticuatro años ya no es nadie. Un juguete roto que esconde las costuras de una criatura mal cosida, como el monstruo de Frankenstein. Repudiada finalmente por un Partido Popular que no repudia ni a sus personajes más impresentables, se ha visto reducida a ese rincón con sueldo millonario que es el Senado, ese sitio que es como una agencia de colocación para quienes sobran en todas partes y así poder seguir chupando del bote del ya más que esquelético erario público. Era el carné número tres del PP, la más alta representante del sector más reaccionario de su partido, la voz cazallera de un autoritarismo desbocado que rayaba -cuando no traspasaba- lo fascista. Lo mejor que deberíamos saber es que no hay nada que sea para siempre. Ni lo bueno ni lo malo. Y lo malo ha sido y sigue siendo, para la democracia esmirriada que tenemos, gente como Rita Barberá. Gente que no cree en la democracia, que se educó en los agrestes desvalores de la dictadura franquista, que nunca renunció a la canonización anacrónica y cruel de la barbarie. Ahora ya no es casi nada. Todavía senadora, eso sí. Para seguir al margen de la justicia, de una justicia que habría de ser común a toda la gente y no lo es. Para esconderse en una sombría clandestinidad falta de toda nobleza. Para resistir encastillada en la vergüenza, en la oscuridad de la calle, en ese polvo antiguo que ensuciaba su viejo coche en los garajes del ayuntamiento de Valencia y es ahora -casi cinco lustros después- como la metáfora cruel de la suciedad moral que embarra la vida última de una mujer perdida en los abruptos y sombríos territorios del desprecio democrático.
Ahora mismo Rita Barberá es el nombre de moda entre tanto nombre corrupto que va y viene como un río a ratos invisible. Sólo falta que de una vez por todas sea expulsada del Senado que la protege, que se la juzgue y en ese juicio salga todo el daño que hizo durante tanto tiempo de aplausos y bailes innobles de gorilas insultantemente satisfechos de sus machadas. Ya sé que la justicia es desigual según quiénes se sienten en el banquillo de los acusados. Pero es una exigencia, no sólo política sino también ética y moral, que esa mujer ocupe una plaza -y no la menos importante- en los asientos judiciales de la vergüenza democrática. Ojalá sea así. Ojalá.