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Los seres humanos hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad.

Ya está bien de mentiras

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, tras su intervención en una sesión plenaria en el Congreso.

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El Derecho de excepción está muy presente en la Constitución Española de 1978. Dicha presencia es reflejo de la turbulencia de la vida político-constitucional española anterior a 1978, por un lado, y de la fuerte presión terrorista durante el proceso constituyente, por otro. 

El Título I, que reconoce y garantiza los derechos fundamentales, acaba con una norma de excepción, el artículo 55.2, en el que se contempla la posibilidad de suspender individualmente determinados derechos como instrumento en la lucha contra “bandas armadas o elementos terroristas”.

Los tres Títulos dedicados a los poderes legislativo y ejecutivo así como a la relación entre ambos (Títulos III, IV y V) acaban con una norma de excepción, el artículo 116, en el que se contemplan los estados de alarma, excepción y sitio.

Y el Título VIII, dedicado a la Organización Territorial del Estado, no acaba formalmente, pero sí materialmente, con una norma de excepción, el artículo 155. Los tres últimos artículos, dedicados a la financiación, lo que hacen es desconstitucionalizar este momento del ejercicio del derecho a la autonomía y remitir la respuesta a Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA). El artículo 155 es en realidad el artículo de cierre del Título VIII.

Las normas de excepción de los Títulos I y VIII son instrumentos de protección excepcional materialmente delimitados. No son instrumentos de protección omnicomprensivos. Los del artículo 116 sí lo son. En este artículo reside el “núcleo esencial” del Derecho Constitucional de Excepción.

Este “núcleo esencial” se articula a través de una doble “reserva de ley”. Una reserva de Ley Orgánica, que se contiene en la Constitución: “Una Ley Orgánica regulará...” Son las primeras palabras del artículo 116 de la Constitución. Y una reserva de ley impropia, que es la que se contiene en la LO 4/1981, de regulación de los estados de alarma, excepción y sitio, que remite la definición del “derecho de excepción” durante la vigencia de la declaración de cualquiera de los tres estados, al Congreso de los Diputados. No a las Cortes Generales, sino únicamente al Congreso. Únicamente se contempla como excepción los primeros 15 días de declaración del Estado de Alarma, en los que la competencia la tiene el Gobierno. 

La regulación resultante de esa “doble reserva de ley” es mucho más rígida en los casos del estado de excepción y de sitio, que el caso del estado de alarma, dada la naturaleza “política” de la emergencia a la que se responde con los dos primeros, mientras que con el tercero se responde a una emergencia de naturaleza “no política”: catástrofes...tales como terremotos, inundaciones o crisis sanitarias, tales como epidemias (Art. 4.1 a) y b) de la LO 4/1981)

La flexibilidad con que se configura el estado de alarma es enorme: es rígido para el Gobierno, pero muy flexible para el Congreso de los Diputados. El Gobierno tiene un límite de 15 días. El Congreso no tiene ninguno. El estado de alarma gubernamental no puede durar más de 15 días. El estado de alarma parlamentario puede ser indefinido. 

Justamente por eso, se trataba y se trata de un instrumento muy apropiado para hacer frente a una emergencia inicialmente sanitaria pero posteriormente mucho más que eso, como la que ha generado la COVID-19. El mundo entero, no solamente España, está viviendo una situación de emergencia, de duración imposible de determinar con los conocimientos científicos de los que disponemos. En consecuencia, la declaración parlamentaria del estado de alarma por tiempo indefinido es una muy buena respuesta a la emergencia con la que tenemos que enfrentarnos.

Dicha declaración de estado de alarma no impone ninguna actuación concreta a los poderes públicos “competentes”. Estado de alarma no es sinónimo de “confinamiento”, como están trasladando a la opinión pública los dirigentes del PP. Es más bien lo contrario. Es un instrumento que da cobertura “parlamentaria” y, por tanto, inatacable, a los poderes públicos competentes, sean estatales o autonómicos, para que adopten todas las decisiones necesarias a medida que se presentan “brotes” de la epidemia con la finalidad de evitar que se tenga que acabar confinando a la población. El estado de alarma es indispensable para el confinamiento de la población, pero su finalidad no es la de confinar, sino la de suministrar herramientas para intentar evitar tener que hacerlo. 

Con el estado de alarma vigente tras el final del confinamiento en el mes de junio, todos los presidentes de las Comunidades Autónomas habrían dispuesto de cobertura jurídica para hacer frente a los “brotes” que se han producido, con diversa intensidad, en todos ellos, sin necesidad de autorización judicial de ningún tipo. 

Equiparar estado de alarma y confinamiento y convertir en el eje de la política propia evitar “a toda costa” la declaración del estado de alarma, como han dicho Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, es mentirle a la población. A la de Madrid, que en este caso se puede considerar como representativa de la de todo el Estado. 

Lo característico de la emergencia generada por la COVID-19 es que afecta a todo el mundo, a los 7.500 millones de habitantes del planeta, pero las respuestas tienen que ser “locales”. No hay ni siquiera respuestas “estatales”, porque el virus tiene una forma “caprichosa” de manifestarse. Y es el virus, como dijo el Dr. Fauci y no los políticos, el que define la agenda. Una tiene que ser la respuesta en Madrid y otras en Asturias. 

La respuesta política “local” es, en el estado actual de la pandemia, lo decisivo. El caso de Nueva York es la prueba del nueve. De ser el peor sitio no solo de América, sino prácticamente del mundo, ha pasado a ser uno de aquellos en los que el virus tiene menos presencia en este momento. Porque se ha hecho lo que se tenía que hacer. En Texas o en Florida, no. O en Madrid. 

Ya sabemos lo que hay que hacer y cómo se puede controlar la propagación del virus, aunque no sepamos todavía como acabar definitivamente con él, si es que ya es posible. Pero qué política se tiene que seguir para combatir el virus de una manera eficaz es algo que se sabe. De la misma manera que se sabe lo que no hay que hacer.

Ya está bien de mentiras y de excusas. El estado de alarma no es el problema. Hay que hacer un uso inteligente del estado de alarma, para evitar tener que tomar las decisiones más drásticas y lesivas para los ciudadanos.

 

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