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'Niño prodigio', las consecuencias de explotar a un genio televisivo de siete años

Joel Kupperman dibujado por su hijo en 'Niño prodigio'

Francesc Miró

Después de la cena de Acción de Gracias de 2004, Michael Kupperman se sentó con sus padres a ver la televisión. Haciendo un inocente y desganado zapping, vieron que en TCM estaban echando una película de Abbot y Costello. Todo parecía de lo más normal hasta que su padre dijo: “Esos dos me regalaron un perro, un terrier escocés negro. Lo llamé Lassie”. Así, como si tal cosa. Con una sonrisa poco convincente dibujada en el rostro. 

Michael Kupperman no daba crédito a lo que estaba escuchando. La infancia de su padre siempre había sido un tema tabú en su casa. Él no sabía más de lo que le habían contado, que era poco o nada. Pero esa noche tomó dos decisiones: iba a descubrir quién había sido su padre y a documentar el proceso.

Resultó que él era de las pocas personas que no sabían quien había sido Joel Kupperman. Ahora, el dibujante y viñetista comparte su descubrimiento en Niño prodigio, que llega a España publicado por Blackie Books y traducido por Regina López. Novela gráfica de carácter intimista y biográfico que explora la relación entre un padre que fue estrella infantil y un hijo que quiere comprender por qué nunca le contó quién era.

Genios tempranos y explotados

Aunque nunca habló de ello a su propio hijo, Joel Kupperman era un nombre célebre porque había sido un niño célebre. Fue la estrella de un concurso radiofónico y televisivo llamado Quiz Kids, uno de los más populares entretenimientos de los años cuarenta en Estados Unidos. A los seis años hizo el test Stanford-Binet y puntuó 219, uno de los mayores cocientes intelectuales medidos de la época. A los siete años se convirtió en un concursante fijo del programa y durante mucho tiempo fue -básicamente- el chaval más conocido de Norteamérica. Consuelo de tropas durante la Segunda Guerra Mundial, ejemplo de conducta para toda una generación y el ojito derecho de una comunidad que supo utilizarlo a su antojo.

Cuenta Michael Kupperman que la expresión 'niño prodigio' apareció por primera vez en la década de 1860, para referirse a los inmigrantes prepúberes que actuaban en los escenarios de los cabarés urbanos. Se ganaban el pan pero también, y más a menudo de lo que a los historiadores les gustaría reconocer, resultaban ser el sustento de sus familiares. En los años veinte, la figura del 'niño prodigio' se había popularizado tanto, que copaba todos los ámbitos: deportes, ciencia, artes, matemáticas... Para una familia de inmigrantes, “un niño prodigio era una oportunidad de prosperar, era como si te tocase la lotería”, describe Kupperman en su libro.

Pero lo que fue una lotería para los abuelos del autor también fue una maldición para su nieto, el autor de Niño prodigio. Antes de significarse como una reflexión sobre las relaciones padre-hijo, Michael Kupperman dedica parte de su cómic a hablar del programa que hizo famoso a su padre y lo que significó para el país.

Quiz Kids nació de la mano del productor Louis G. Cowan, uno de los principales artífices de la CBS que conocemos hoy y gran conocedor del uso propagandístico de la radio. Amigo de Franklin Delano Roosevelt, había trabajado en la Oficina de Información Bélica y como director de Voice of America. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, hizo todo lo posible para contribuir a que su país fuese un ejemplo de conducta. Creó héroes de la nada y utilizó a los participantes de Quiz Kids para sus intereses.

“Veía la guerra como una lucha por la supervivencia de la raza judía”, defiende Michael Kupperman. Y en consecuencia, convirtió su programa en una máquina para recaudar fondos para las tropas estadounidenses. También aupó al estrellato a Joel Kupperman por el simple hecho de que era judío. “¿Fue mi padre propaganda? Ahora opino que sí. Ya por designio, ya por accidente, mi padre fue un símbolo debido a su raza”, escribe el autor.

“¿Por qué si no iba a convertirse en tamaña obsesión nacional un niño mono con un don para las matemáticas? No solo hacía pasayadas en la radio, sino que conoció a los peces gordos que gobernaban el país”, describe. Era solo un niño, pero era inteligente, era judío y proyectaba una imagen que cuajaba con las intenciones de la cadena. Así que se lo llevaron de giras interminables y le presentaron a los más importantes hombres. Salió en televisión acompañando a Bob Hope, Bing Crosby, Chico Marx e incluso intentaron que tuviese éxito en el cine con una película de Charles Lamont llamada De tal palo, tal astilla. Un día conoció a Orson Welles, que quiso impresionarle con un truco de magia cuya trampa la joven estrella supo captar al momento. Cuando le preguntaron, el director de Ciudadano Kane dijo: “Asombroso. Es tan sincero y puro como Albert Einstein”.

Durante años, aquello generó en el chaval un estrés con el que aprendió a convivir. También una serie de carencias emocionales básicas. No tuvo amigos de la infancia y no sabía relacionarse cuando pisó el instituto. Tampoco tuvo un hogar dónde refugiarse de los focos, ni unos padres que le protegiesen -al contrario, estaban encantados con el éxito-. Pasó años recorriendo su país, siendo el genio que querían que fuese. Pasó una niñez de marioneta en manos de intereses adultos. Y cuando él mismo se convirtió en un adulto, bloqueó toda su infancia -consciente o inconscientemente-, y su cerebro borró todo lo que había vivido. No recordaba casi nada de todo aquello por lo que era conocido.

Paternidades difíciles, infancias difíciles

Debido a todo esto, era de esperar que Michael Kupperman utilizase Niño prodigio para narrar la historia de su padre. Homenajearle en cierto sentido. Pero nada más lejos, la denuncia explícita de la explotación de estrellas infantiles no excluye la crítica a pecho descubierto sobre cómo le educó quien tenía que ser un ejemplo y qué tipo de influencia ejerció en él.

Niño prodigio  es también un viaje hacia la comprensión de las causas del dolor que tuvo que sobrellevar el autor ante la incomunicación y falta de empatía de sus padres. Su madre, historiadora, estuvo siempre consagrada al ejercicio de su profesión. Lo mismo que su padre, que se convirtió en profesor de filosofía. Ninguno le prestó especial atención.

“En el núcleo de mi familia había un vacío, una falta de vínculos reales, o de una voluntad común de fingirlos”, describe el autor. “Nuestros intercambios se caracterizaban por una forzada ligereza que ocultaba la negativa a verbalizar nada que pudiera generar incomodidad o dolor”, empezando por la infancia que el pater familias había ocultado en algún lugar de su memoria. “Cuando evitas hablar en familia de un asunto obvio, enseguida dejas de hablar de cualquier otro tema. Es una forma de putrefacción”.

En algún momento de su vida, Michael Kupperman supo entender que el  silencio perpetuo también vivía en su hogar. La distancia emocional que le separaba de sus padres era algo a lo que habían contribuido todos. Y cuando quiso darse cuenta de que había necesitado una educación más inteligente en el terreno emocional, alguien que le escuchase y le comprendiese, ya tenía su propia familia. Entonces entendió que no debía ni podía repetir los errores de su padre. Así que escribió y dibujó Niño prodigio.

El viñetista propone comprender a quienes nos educaron como forma de comprendernos a nosotros mismos. En ese sentido, Niño prodigio  es una carretera circular difícil de transitar en ocasiones. Un viaje de ida hacia la traumática infancia de un genio, y uno de vuelta hacia la psique más profunda de un artista que jamás entendió a su padre. Que no comprendió por qué no compartieron con él ese trauma que se convirtió en colectivo. Por qué tuvo que crecer en el silencio. Y sin escatimar en recursos gráficos ni en pericia narrativa, en la línea de la extraordinaria Fun Home de Alison Bechdel, convierte esta novela en un extenso y bellísimo intento no de perdón sino de reconciliación.

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