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“Las banderas son como el papel atrapamoscas; los que no se sienten atraídos son considerados traidores”

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Los hechos que marcan nuestro tiempo, los comportamientos sociales, los mitos culturales, las falacias ideológicas y las paradojas existenciales son analizados con implacable ironía por Joan Dolç (Alboraia, 1956) en el medio centenar de textos, inicialmente publicados en su blog 'Balanç d'existències', que conforman su libro 'No escaparéis' (In Púribus, Valencia, 2018), que acaba de publicarse a la vez en lengua catalana y en castellano. En uno de esos textos titulado 'De pendones (breve tratado vexilológico)', aborda con fiera lucidez un asunto como el de las banderas, esos símbolos que “tienden a ocupar todos los territorios, sobre todo los mentales”.

'De pendones (breve tratado vexilológico)', por Joan Dolç

Una bandera carece de significado en soledad. No hay banderas solo de uno ni tiene sentido la existencia de una sola bandera para todos. Es preciso que haya alguien con quien afirmarse y alguien ante quien reafirmarse. Las banderas te interpelan. «¿Estás conmigo o estás contra mí?». Declararse neutral sirve para poco, es como decir que pospones tus planes de agresión, y puede que con ello impidas momentáneamente que te agredan, que no es poco, pero no se puede decir: «No tengo ninguna». En eso las banderas son como las religiones, a las que, por cierto, suelen ir asociadas.

Las banderas son símbolos de símbolos, no necesitan explicaciones, son inmensos monumentos tautológicos, signos moebianos que se explican a sí mismos y que, por tanto, da igual lo que digan. La devoción a la bandera se sitúa entre el engaño cognitivo propio del pensamiento mágico, prelógico, puramente emocional, y el engaño también mágico de la prestidigitación, del ilusionismo, de la falsa taumaturgia. La bandera es el equivalente al capote que agita el torero delante del morlaco. ¿Qué es, sino eso, lo que llevan en alto los abanderados en las batallas? No exhiben la bandera tanto para estimular a los combatientes de su lado, que no la ven, como para estimular la embestida del contrario: todas las banderas son cómplices y su peor derrota es que no haya batalla.

Unos la cosen, la saludan, la besan, la enarbolan; otros la queman, la pisotean, la desgarran, se limpian el culo con ella, se cagan en ella, y no se dan cuenta de que al hacerlo excretan su propia bandera. En la medida en que las banderas cumplen la necesidad de marcar territorio, característica de especies animales asimilables a la nuestra, no son algo muy diferente de una micción o una deposición estratégicamente depositada.

Hay quien teme no existir si no va debidamente señalizado, y hace de sí mismo un puzzle de banderas, banderolas, banderines y banderitas: la de la patria, la del club de fútbol, la su pueblo, la de sus quimeras. Como un toro lleno de banderillas, como un santón recubierto de estampas, como un poste lleno de anuncios, como la pared de un solar llena de grafitis. La bandera es el título de propiedad que se clava sobre un cerebro, del mismo modo que se señaliza una parcela, un pecio, una mina, una cota. Las banderas tienden a ocupar todos los territorios, sobre todo los mentales. Si no estás en el de una, estás en el de otra. No pocas veces te ves obligado a elegir. Y de ahí, también, la tentación a adherirse a cualquiera para que te dejen en paz, pero sobre todo para evitar caer en territorio de nadie, porque en cuestión de banderas eso es un grave pecado. Dudosa manera la de las banderas de proporcionar identidad, cuando para conseguirla necesitas enrasarte con una muchedumbre previamente allanada.

Las banderas viven de los vivos, pero son también unos entes notablemente necrófagos. Se suelen abalanzar sobre los muertos y los cubren como una amante enloquecida, como para evitar que nadie más que ella los toque. Adueñarse de ciertos cadáveres y de su memoria es una de sus obsesiones características. Es un rasgo que adquiere tintes especialmente obscenos si, como ocurre tantas veces, el muerto ha muerto por ella. O eso dicen, porque él nada puede ya alegar.

Las banderas son como el papel atrapamoscas. Los que no se sienten suficientemente atraídos por su aroma y sus colores, y no quedan adheridos en su sustancia viscosa o consiguen desengancharse de ella, son considerados traidores. Un ser sin bandera es un traidor a todas las banderas, y ellas tratarán de hacer de él un paria.

Ir por el mundo sin bandera es ir desnudo, a pelo, supone quedar expuesto a inclemencias sociales que pueden alcanzar una virulencia extrema. Por eso hay quien lleva tres o cuatro en el bolsillo. Las banderas, principio y fin de lo homogéneo, son incompatibles con cualquier forma de heterodoxia. Las banderas son enemigas acérrimas de lo complejo y representan siempre, por definición, la ortodoxia. De ahí que constituyan un dudoso emblema para cualquier revolución medianamente verosímil.

Una bandera va siempre en lo alto, muy por encima de cualquier cabeza humana, no solo para hacerse visible, sino sobre todo para proclamar su ascendencia sobre todo lo que está debajo de ella. Reclutan con facilidad a los que tienen una gran inclinación gregaria que satisfacer, a los que tienen el sentido de la orientación averiado y mortecina la autoestima, aunque en algunos casos no tanto como la ambición. Esos seres necesitados de consuelo en ningún sitio se sienten tan arropados como detrás de una bandera.

También se ha dicho que los canallas, los impostores, los mentirosos gustan de utilizar las banderas a modo de refugio. Y sí, tras cada bandera suele esconderse una inmensa carcajada. Pero a veces, también, la apartas y no hay nadie. O encuentras agazapado tras ella, dándote las buenas noches, al cínico que ayer enarbolaba entusiásticamente la bandera contraria. O al diminuto Mago de Oz subido a un taburete, dando órdenes a tu conciencia a través de un descosido. Y es que, si bien se mira, una bandera también se parece a una cortina.

Del volumen No escaparéis, de Joan Dolç (In Púribus Libros, Valencia, 2018)No escaparéis

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