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El “lawfare defensivo” del Partido Popular

El pleno del Consejo General del Poder Judicial.

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Hace 20 años, el politólogo Colin Crouch acuñó el término “posdemocracia” para referirse a aquellas sociedades que conservan el chasis institucional de la democracia, pero cuyo motor, lo que hace que se muevan, se encuentra cada vez más alejado de las decisiones de la ciudadanía. La incertidumbre generada por la pandemia es un terreno fértil para la expansión de estas fórmulas, que se dan la mano con el avance de la extrema derecha. En este momento, la defensa de los derechos fundamentales y del Estado de Derecho, entendido como institucionalización jurídica de la democracia, ha pasado a ocupar buena parte del debate público. Especialmente en Europa, donde el Parlamento y la Comisión Europea llevan años alertando de la pérdida de independencia judicial en Polonia y de la sistemática vulneración de derechos por parte del gobierno húngaro. En ambos países, además, los derechos de las mujeres y de las personas LGTBI corren peligro.

En España, sin ser equivalente, la situación es también preocupante. La estrategia de bloqueo a cualquier precio que lidera el Partido Popular no solo cuestiona la legitimidad de una serie de instituciones que, por su posición constitucional, vertebran nuestro sistema jurídico-político, sino que supone una vulneración, de facto, de nuestro texto constitucional. Desde 1995, el PP ha bloqueado la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en tres ocasiones. Y las tres por la misma razón: para controlar la Justicia y colocar a jueces afines en todos los tribunales por los que sus dirigentes podrían desfilar. Hoy el PP tiene 89 escaños en el Congreso, pero mayoría absoluta en el Poder Judicial. Y el 30 de septiembre se pretende nombrar tres jueces de por vida haciendo uso de un mandato caducado; el CGPJ está en funciones, pero mantiene todo su poder gracias a la reforma de la ley orgánica que lo regula, y que aprobó el PP sin consenso durante la mayoría absoluta de Rajoy.

La anómala designación de los integrantes del CGPJ ha sido objeto de crítica por parte del Consejo de Europa en dos ocasiones. En un informe de 2019, el Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco) señalaba algo que ya había denunciado cinco años antes: que la justicia en España está politizada. Parece evidente que en este país tenemos un problema de enorme magnitud. No hablamos ‘solo’ de los consabidos vicios inherentes a la partitocracia que han acabado afectando a los magistrados del Tribunal Constitucional (en noviembre de 2019 expiró el mandato de cuatro de sus integrantes, incluidos el presidente y la vicepresidenta), al Defensor del Pueblo (en funciones desde junio de 2017) o al Consejo de RTVE (con una “administradora provisional” desde julio de 2018). Hablamos de que el bloqueo a la renovación del CGPJ es una disfuncionalidad grave que va muchísimo más lejos.

El PP está evitando que el Parlamento cumpla con la obligación constitucional de renovación del Consejo que establece el artículo 122.3 de la Constitución Española, burlándose del espíritu del texto y secuestrando a las Cortes, forzándolas a incumplir también los artículos 568, 569 y 570 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que desarrollan el citado más arriba y que, como es lógico, exigen que esa renovación se produzca “en plazo”.

Estamos ante una clara “inconstitucionalidad por omisión”, una figura jurídica que se aplica normalmente cuando no se desarrolla legislativamente una norma constitucional, pero que puede aplicarse también cuando se impide la eficaz aplicación de un precepto constitucional. Aunque no exista en España, esta figura es una construcción doctrinal recogida en varias constituciones y que amplía el ámbito de protección de la norma fundamental, otorgándole mayor fuerza normativa, de acuerdo con ese concepto acuñado en Alemania y que tanto se usa en las universidades: la “voluntad de constitución”.

En su sentencia número 108/1986, el Tribunal Constitucional examinó la constitucionalidad del sistema de nombramiento parlamentario del CGPJ que introdujo la LOPJ en 1985 y que todavía sigue vigente. Allí defendió la constitucionalidad del modelo, aunque se reconocían sus riesgos (riesgos que también existen, por cierto, en la alternativa profesional-corporativa que ahora defiende Ciudadanos; una propuesta elitista, antidemocrática y de marcado signo conservador). El Tribunal Constitucional reconoció que la composición del Consejo tiene que reflejar la diversidad y el pluralismo político existente tanto en el seno de la sociedad como en el del propio Poder Judicial, y alertó de la posibilidad de que ese pluralismo se vehiculara a través de la articulación de intereses privados, sectoriales o electorales. Esa advertencia, ojo, no se dirigía únicamente al legislador, sino también a los agentes que participan en el sistema de nombramiento de los integrantes del CGPJ (en este caso, a los partidos políticos, a través de sus grupos en el Congreso y Senado).

Control “desde atrás”

Cuando el PP bloquea la renovación del Consejo durante casi dos años por simple cálculo político, lo está instrumentalizando y atentando contra la independencia judicial como fundamento de la división de poderes de nuestro Estado de Derecho. Porque la verdadera garantía de que el Consejo cumpla el papel que le asigna la Constitución en defensa de la independencia judicial no es tanto que sea el órgano de autogobierno de los jueces, sino que ocupe una posición autónoma y no subordinada a los demás poderes públicos. Y, en ningún caso, a los intereses de un determinado partido.

Con todo esto, el PP vulnera, además, nuestro derecho a la tutela judicial efectiva, dado que la garantía de nuestros derechos pasa, necesariamente, por la independencia y la imparcialidad del Poder Judicial. El intento de bloquear la renovación de un órgano constitucional para controlar “desde atrás” el nombramiento de los más importantes cargos judiciales –como revelaba de forma descarada Ignacio Cosidó en 2018, cuando se frustró el anterior intento de renovación del Consejo– es la enésima argucia de los populares para eludir las responsabilidades penales derivadas del caso Kitchen.

El bloqueo del Partido Popular forma parte de la estrategia de lawfare que la derecha de este país desarrolla contra sus adversarios políticos, solo que en este caso se le da una vuelta de tuerca para recurrir a una suerte de “lawfare defensivo”: utilizar el Poder Judicial a fin de evitar las consecuencias jurídicas y políticas de sus propias ilegalidades, tratando de conseguir que el nombramiento de algunos de los principales cargos de la judicatura le permita “reorientar” las decisiones judiciales más inconvenientes. No hay que olvidar que, entre las plazas en el Tribunal Supremo, los Tribunales Superiores de Justicia y las Audiencias Provinciales, el CGPJ ha realizado 57 nombramientos estando en funciones, a los que habría que añadir 30 más que están a la espera. Y, cuidado, porque no hablamos solo de la responsabilidad de quien corrompe, sino también de los jueces que se someten, por unas razones u otras, a este juego electoral y partidista.

El poder judicial es una pieza clave en los procesos de empoderamiento de la extrema derecha en todo el mundo. De hecho, en toda América Latina, la persecución judicial se ha exacerbado contra funcionarios de gobierno donde el Estado recuperó su protagonismo en materia económico-social y se ha dado una revalorización de lo público. Con la judicialización de los liderazgos más progresistas y la criminalización de las movilizaciones se ha buscado el disciplinamiento de los sectores populares y la parálisis social, y en España estamos a cinco minutos de vivir lo mismo.

Todas las guerras jurídicas que han tenido lugar en América Latina han combinado acciones legales, cobertura mediática y presión social, buscando debilitar el apoyo popular de ciertos líderes y formaciones políticas, reducir la capacidad de reacción o aumentar la vulnerabilidad del “adversario político” a base de acusaciones sin pruebas. Para estas estrategias se han venido usando supuestos expertos “no contaminados por la política”, que utilizan un lenguaje técnico y aparentan imparcialidad y objetividad: profesores, periodistas, académicos, investigadores… Y ahí ha jugado un papel esencial “la boca muda que pronuncia la ley”.

Cualquier jurista sabe que la imparcialidad y la independencia judicial son fetiches –ficciones en las que se apoya el Derecho como instrumento de dominación–, que el Derecho siempre esconde intereses clasistas, racistas y patriarcales, que no existe la neutralidad ni cabe, genuinamente, una aproximación científica al fenómeno jurídico. Pero, en realidad, lo importante nunca ha sido si el Derecho es o no es objetivo, o si sus intérpretes son más o menos imparciales e independientes, sino dilucidar a qué intereses sirve realmente cada maquinaria jurídica y procesal. Y si hay algo que deberíamos tener claro a estas alturas es que en un Estado democrático de Derecho esos intereses tienen que ser siempre los de las mayorías sociales y los de los más vulnerables, no los de las élites, los sectores profesionales, empresarios, partidos políticos o mafias.

¿Al servicio de quién están y quieren estar nuestros jueces? Si los jueces de este país quieren impartir justicia sin erosionar su credibilidad y su legitimidad, han de dejar de servir a la lógica del Régimen para ponerse al servicio de la lógica democrática frenando esos nombramientos pendientes que quedarán manchados para siempre. Y si el CGPJ o su presidente no están dispuestos a hacer esto, entonces tendrá que ser el Ministro de Justicia el que rechace semejantes nombramientos.

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