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El albergue de Puente Alto, un refugio para personas drogodependientes y sin recursos que languidece en Vitoria

Una de las personas que vive albergue de Puente Alto durmiendo en el altillo

Beatriz Olaizola

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En el lugar donde muere la última acera de la última calle de la capital, sitio de paso para ciclistas y de trabajo para los pocos operarios de agosto de los polígonos industriales, se mantiene enhiesto el albergue de Puente Alto. A las afueras de la ciudad de Vitoria, lejos de todo y de todos, un viejo Seat Ibiza Junior blanco matriculado en 1988 y con la pintura desconchada da la bienvenida a un viejo bloque de viviendas de tres plantas blanco y con la pintura desconchada. Desde hace 14 años es un albergue que acoge a personas sin hogar, drogodependientes o con problemas económicos. Ahora son 18 hombres los que viven en la que es la única y última casa que queda en la calle Palogan, pero cerrará sus puertas el próximo 31 de agosto. Satur García, de la asociación de acogida de personas Bultzain, alquiló el edificio en 2007, pero el contrato de alquiler venció en diciembre de 2019 y expira ya la última prórroga. La casa es propiedad de tres hermanos y quieren venderla.

Desde este enero, el albergue se ha mantenido abierto y activo sin el contrato en vigor y sin abonar el pago del alquiler. “De okupas”, ironiza Satur. Ahora, la asociación debe hacer frente a ocho meses de renta, que pretende sufragar con el dinero que recibe de la Fundación Vital: “Unos 20.000 euros al año”. No es suficiente para mantener el albergue abierto más allá de agosto y, a riesgo de enfrentarse a un desahucio, ha optado por abandonar definitivamente el edificio. “Es triste, después de tantos años... Te afecta. Les ayuda mucho vivir en el albergue y ahora están muy mal. No saben qué va a ser de ellos”, se lamenta.

Su andadura con el albergue comenzó hace 14 años, cuando salía por las noches a ofrecer comida a quienes dormían en la calle. Un día, en la parroquia de Santa María, le comentaron que había varias personas durmiendo en la sacristía y el cura le propuso “montar algo” para que tuvieran un mejor sitio donde vivir. “Me negué. Ya no me iba a meter en más fregados, pero de tanto insistir consiguió que lo hiciera”, recuerda Satur. Y así empezó todo. Se decidieron por el edificio de Puente Alto porque “estaba alejado” y por “el qué dirán”. “He tenido muchos problemas por querer ayudar a personas así y la respuesta de las instituciones siempre ha sido negativa. Que no, que no y que no. Te sacaban pegas por todas partes y se escudaban en que ellos ya tienen sus servicios. Pero veíamos que mucha gente se quedaba en la calle porque no cumplían con las reglas del juego de esos sitios. Ante eso, decidimos abrir el albergue”, explica. Es crítico con el Ayuntamiento de Vitoria y lo acusa de “no hacer nada” por ellos porque en la asociación se dedican “a un trabajo que no les gusta”. Él sigue yendo todos los días a la casa y allí hace “un poco de todo”, pero sobre todo se encarga de valorar cómo se encuentran y qué necesitan los usuarios. “Se nota mejoría cuando están allí. Les viene bien”, insiste.

Cuando Satur no está, Víctor García Rojo se encarga de las labores de gestión y abastecimiento. Vive en el albergue desde hace dos años y recibe una prestación económica de aproximadamente 400 euros al mes. “Controlo las entradas y salidas. Voy a por la comida al banco de alimentos. Estoy pendiente del resto y he organizado unos horarios de limpieza para la casa”, explica Víctor. También ha colocado un cartel que indica la hora máxima de llegada, las 22.00, escrito a bolígrafo. Junto a él, una hoja impresa y plastificada en la que advierten de que el consumo de drogas y alcohol está prohibido y de que “en caso de ser sancionados dos veces”, los inquilinos “perderán el derecho a la residencia”. “No hagas caso a eso. Hay normas de no consumo de alcohol y drogas, pero como si no estuviera. Todo esto (los horarios y carteles) lo he puesto yo para que haya cierto orden, pero ya ves… Depende de cada uno. Es una lástima”, señala Víctor. 

El improvisado tablón de anuncios recibe a los visitantes en el rellano de la escalera de la segunda planta. A izquierda y derecha, dos alas idénticas: una cocina, un baño con retrete y ducha, y tres habitaciones. En cada una de ellas caben cuatro personas, pero normalmente, cuenta Víctor, solo duermen dos o tres. Salvo cuando han tenido a más de 35 personas conviviendo al mismo tiempo en el albergue, entonces habilitan un espacio más amplio con colchones en el altillo, que ahora está vacío a excepción de un par de hombres. Desde que Víctor llegó a Puente Alto no ha habido ninguna mujer durmiendo en el edificio, aunque la novia de alguno de los residentes viene de vez en cuando a visitar a su pareja. “Hay de todo un poco. Más jovencitos, pero también algunas personas mayores. El 20% igual sí que tiene contacto con las familias, pero el resto están abandonados. Cada uno ha hecho con su vida lo que ha podido y ahora están solos. Al menos, los domingos, después de los recados, yo puedo ir a comer con mi hermana y mi cuñado. Es el único día que me despejo de aquí”, se anima Víctor.

En poco más de quince días tendrá que dejar el albergue y, aunque no tiene claro qué camino tomar, sabe que no quiere dejar Vitoria. “Es una lástima. Cada uno irá donde pueda, no se sabe. Estamos yendo cada día de dos en dos a la Cruz Roja, pero ellos no te buscan una casa. Te ayudan para que consigas un apoyo económico. La mayoría de los que están aquí reciben algún tipo de ayuda. Solo uno trabaja, Pollito, en el mercado de la plaza de Abastos”, se lamenta Víctor. Él nació en el pueblo de Bañares, La Rioja, en una familia de tres, dos hermanas mayores y él. Se sacó el título de oficial de mecánica y, explica, se tuvo que ir porque “un hombre (el exmarido de una novia que tuvo) le fastidió la vida”. En el albergue se encuentra bien: “No nos faltan alimentos, no nos falta un sitio donde dormir. Satur ha luchado muchos años por esto. Ahora cada uno que se busque la vida como pueda. Yo voy a intentar solicitar la Renta Activa de Inserción (RAI), además de la ayuda que ya tengo, para cogerme una habitación y listo”. La cuantía de la ayuda, destinada a personas desempleadas con dificultades para acceder a un nuevo empleo, es de 451 euros mensuales.

“Las instalaciones están viejas ya”

Las neveras que hay en el albergue -dos en el almacén, una en la habitación que hace las veces de oficina y otra más en cada una de las dos cocinas- están llenas de pollo, carne picada, yogures, leche y zumos. En las estanterías, lo que sería la 'despensa', se apelotonan enormes sacos de lentejas y arroz, botellas de Kas limón y demás productos no perecederos. Las puertas de las habitaciones han perdido el color. Los azulejos del baño alternan entre el verde pistacho desvaído y el blanco. Y la cocina resiste, entre bombonas de butano, al paso del tiempo y al deterioro. “Las instalaciones están viejas ya”, señala Víctor, aunque asegura que “nunca han tenido ningún problema” con ellas. “Ni siquiera un chispazo”.

-Y la religión... ¿Hay algún espacio para rezar?

-Olvídate de eso.

No tienen sitio para ello y en el caso de querer bajar al centro de la ciudad, tienen que hacerlo a pie, porque el transporte público de Vitoria (autobús o tranvía) no llega hasta el albergue de Puente Alto. El único que tiene coche es Víctor, un Opel azul que utiliza para ir a buscar comida y aparca frente al bloque de viviendas. Antes de tomar la decisión de dejar el albergue, Satur se planteó alquilar otra casa o local, pero se queja de que “las instituciones no quieren” y de que tampoco se han involucrado en mejorar las instalaciones. “Ellos tienen sus centros y no quieren que esto siga adelante, porque nosotros hacemos algo que ellos no hacen y eso es que no están haciendo bien las cosas. Hay personas muy enfermas que nunca van a poder estar en un centro del ayuntamiento, por muy bajas que sean las exigencias”, critica.

A Satur le entristece el futuro de las 18 personas que hasta ahora comían y dormían en Puente Alto: “Algunos no tienen nada o muy poco dinero. Si tienen que alquilar una habitación ya no les da para comer. Ahora los derivan a la Cruz Roja y muchos van a quedarse en calle. Así de claro”.

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