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Las olas de calor: el enésimo indicador de desigualdad que marcará nuestras vidas

Trabajadores indios reparan ventiladores de segunda mano en Guwahati, al noreste de la India

Amy Fleming / Ruth Michaelson / Adham Youssef / Oliver Holmes / Carmela Fonbuena / Holly Robertson

Cuando la ola de calor de julio azotó la provincia canadiense de Quebec, matando a su paso y en poco más de una semana a más de 90 personas, el sol implacable evidenció las disparidades entre ricos y pobres.

Mientras los acaudalados residentes de Montreal se refugiaban en oficinas y casas con aire acondicionado, las personas sin hogar –que por lo general no son bienvenidas en espacios públicos como centros comerciales y restaurantes– intentaban en vano escapar de la ola de calor.

La Casa Benedict Labre, un centro de día para personas sin hogar, no pudo conseguir un aparato de aire acondicionado donado hasta cinco días después de la llegada de la ola de calor. “Se pueden imaginar lo difícil que es tener a 40 o 50 personas en un espacio cerrado y con un calor insoportable”, explica Francine Nadler, coordinadora clínica del centro.

La canícula mató a 54 residentes de Montreal. Hasta la fecha, las autoridades no han especificado si entre las víctimas había alguna persona sin hogar, pero según el departamento regional de salud pública, la mayoría de las víctimas tenía más de 50 años, vivía sola y padecía problemas de salud física o mental. Ninguna tenía aire acondicionado. El juez de instrucción de Montreal, Jean Brochu, explicó a los periodistas que muchos de los cuerpos examinados por su equipo “estaban en un estado avanzado de descomposición, y que en muchos casos los cuerpos estuvieron hasta dos días a merced de esta temperatura antes de ser encontrados”.

Los pobres y marginados fueron los que más sufrieron la ola de calor; en silencio. En Estados Unidos, los trabajadores migrantes tienen tres veces más probabilidades de morir por exposición al calor que los ciudadanos estadounidenses. En India, donde se espera que 24 ciudades alcancen una media de 35ºC para el año 2050, los habitantes de los tugurios son los más vulnerables. Y a medida que aumenta constantemente el riesgo global de exposición prolongada al calor mortal, también aumentan los riesgos asociados de catástrofe humana.

Según una previsión que hicieron pública unos investigadores hawaianos el año pasado, si se permite que las emisiones de gases de efecto invernadero sigan aumentando al ritmo actual, la proporción de la población mundial expuesta a un calor mortal durante al menos 20 días al año aumentará del 30% actual al 74% para el año 2100. Llegaron a la conclusión de que “una creciente amenaza para la vida humana por el exceso de calor parece ahora casi inevitable”.

“Morir en una ola de calor es como ser cocinado lentamente”, afirma el autor principal del informe, el profesor Camilo Mora: “Es pura tortura. Los pequeños y los ancianos son los más vulnerables, pero descubrimos que este calor puede matar a soldados, atletas, a todos”.

Temperaturas mortales

El año 2018 será uno de los más calurosos desde que se empezaron a registrar las temperaturas, con máximas sin precedentes en todo el planeta, desde los 43ºC en Bakú, Azerbaiyán, hasta los 30ºC en toda Escandinavia. En Kioto, Japón, el termómetro no bajó de los 38ºC durante una semana. En Estados Unidos, una ola de calor inusualmente temprana y húmeda en julio vio temperaturas de 48,8ºC en la ciudad de Chino, situada en el condado de San Bernardino, California. Los residentes abusaron de sus aires acondicionados hasta tal punto que se produjeron apagones.

Las zonas urbanas están alcanzando estas temperaturas mortales con mayor rapidez que las menos pobladas. Las ciudades absorben, crean e irradian calor. El asfalto, el ladrillo, el hormigón y los tejados oscuros actúan como esponjas para el calor durante el día y emiten calor por la noche. El aire acondicionado es un salvavidas para aquellos que pueden permitírselo, pero hace que las calles sean aún más calientes para aquellos que no pueden.

“Se prevé que en el futuro los focos de calor urbanos, combinados con el envejecimiento de la población y el aumento de la urbanización, aumentarán la vulnerabilidad de las poblaciones urbanas, especialmente de los pobres, a los impactos sobre la salud relacionados con el calor”, advierte un informe del Gobierno de Estados Unidos.

La Organización Mundial de la Salud indica que para el año 2030 el 60% de la población mundial vivirá en ciudades, y cuanto más densamente pobladas estén estos centros urbanos, más calor concentrarán. Si tenemos en cuenta que las predicciones recientes advierten que las temperaturas en el sur de Asia excederán los límites de la supervivencia humana para finales de siglo, cada grado cuenta. De hecho, este año, 65 personas han fallecido a causa de casi 44ºC de calor en Karachi, Pakistán; una ciudad acostumbrada al calor extremo.

Sin embargo, el impacto es desigual. Por ejemplo, existe una fuerte correlación entre los espacios verdes de un área y su riqueza; cuando la sombra de las copas de los árboles puede reducir la temperatura máxima de las superficies entre 11 y 25°C, “el paisaje es un indicador de morbilidad en las olas de calor”, explica Tarik Benmarhnia, investigador de salud pública de la Universidad de California, en San Diego. Recientemente publicó un estudio que constata que las personas que viven en áreas con menos vegetación tienen un 5% más de riesgo de muerte por causas relacionadas con el calor.

En 2017, investigadores de la Universidad de California, Berkeley, pudieron trazar mapas de las divisiones raciales en Estados Unidos en función de su proximidad a los árboles. Los negros tenían un 52% más de probabilidades que los blancos de vivir en zonas con una “cubierta terrestre no natural relacionada con el riesgo de calor”, mientras que los asiáticos tenían un 32% más de probabilidades y los hispanos un 21%.

La contaminación del aire también es más mortal en estas áreas, ya que los óxidos nitrosos generan ozono cuando son calentados por el sol, inflamando las vías respiratorias y aumentando el riesgo de mortalidad. “Estos problemas son más agudos para las poblaciones vulnerables o de bajos ingresos que viven cerca del tráfico y en viviendas precarias sin aire acondicionado”, señala Benmarhnia.

Lo cierto es que el aire acondicionado seguirá fuera del alcance de muchos, incluso cuando se convierta cada vez más en una necesidad. En 2014, el Departamento de Salud Pública de Reino Unido expresó su preocupación por el hecho de que “la distribución de los sistemas de refrigeración reflejaría las desigualdades socioeconómicas, salvo que se subvencionara”. También indicó que el aumento de los costes del combustible podría contribuir a empeorar esta situación. Y cuando necesitamos usar menos energía y enfriar el planeta, no solo nuestros hogares y oficinas, depender del aire acondicionado no es un plan viable a largo plazo, y ciertamente no para todos.

En Cairo, el ambiente es sofocante

La mayoría de los estudios sobre olas de calor y salud pública se han centrado en los países occidentales. Benmarhnia puntualiza que se han llevado a cabo más estudios en la ciudad de Phoenix, Arizona, que en todo el continente africano. Sin embargo, se trata de un problema mundial, y especialmente pronunciado en los tugurios urbanos como el ashwiyyat de El Cairo, donde las temperaturas durante los veranos de la ciudad, de cinco meses de duración, han llegado a los 46ºC.

Tradicionalmente, los egipcios construían edificios bajos muy cerca unos de otros, formando densas redes de callejones sombreados para que los residentes pudieran protegerse del calor durante el verano. Sin embargo, la rápida construcción de rascacielos y la disminución de las zonas verdes han hecho que El Cairo, una de las ciudades de más rápido crecimiento del mundo, sea cada vez más sofocante. Además, los recortes en las subvenciones han provocado un aumento del coste de la electricidad entre el 18 y el 42%, lo cual reduce las posibilidades de que muchos residentes pobres puedan tener un aparato de aire acondicionado.

Um Hamad, de 41 años, es un trabajador del sector de la limpieza y vive con su familia en un pequeño apartamento del norte de la ciudad. Si bien se considera afortunado porque vive en un primer piso, que son relativamente frescos, afirma que “El Cairo es sofocante”. Hamad usa ventiladores y agua para mantenerse fresco en el interior, pero la factura del agua cada vez sube más... “Siempre nos queda el recurso de dormir en el suelo, y usamos ropa de algodón”, explica. “Las temperaturas son más difíciles de soportar para las mujeres que usan el hiyab, así que siempre les digo a mis hijas que usen solo dos capas y que sean de colores brillantes”.

En un grupo muy compacto de viviendas urbanas en Giza, al sur de El Cairo, Yassin Al-Ouqba, de 42 años, que trabaja en el mantenimiento de trenes, vive en una casa construida con una mezcla de ladrillos y adobe. Cuenta que en agosto su casa es “como un horno”. “Tengo un ventilador y lo coloco delante de un plato de hielo para que esparza aire frío por toda la habitación. También mojo las sábanas con agua fría”.

Manila: un infierno en verano

En Manila, la capital de Filipinas, con un clima tropical y donde la humedad hace que las temperaturas por encima de los 30ºC sean todavía más intensas, el aire acondicionado es un lujo incluso para los que reciben atención médica. El Hospital Dr José Fabella Memorial es uno de los centros médicos del mundo que atiende más partos. Filipinas, un país predominantemente católico, solo recientemente ha empezado a suministrar anticonceptivos gratuitos.

Una habitación privada en el hospital y con aire acondicionado cuesta unos 650 pesos filipinos la noche (poco más de 10 euros) pero fuera del alcance de la mayoría de las futuras madres, que terminan en pabellones con ventiladores colgados de las paredes. “Estos ventiladores funcionan a todas horas y no suelen durar más de un año”, explica Maribel Bote, que ha trabajado como enfermera en el hospital durante 28 años.

El problema se ve agravado por el exceso de pacientes en la sala de maternidad. Aquí se hace evidente el problema de superpoblación del país, ya que en algunas ocasiones hasta cinco madres se han visto obligadas a compartir una sola cama. “En verano esto se convierte en un infierno y de los ventiladores solo sale aire caliente”, lamenta Bote: “Las madres utilizan abanicos”.

En Camboya, que en los últimos años ha sufrido olas de calor y sequías devastadoras, sobrevivir al calor es una cuestión de estatus tanto para los prisioneros como para los civiles. A principios de la década de 2000, Chao Sophea, de 30 años, pasó más de dos años en la prisión Prey Sar de Phnom Penh después de haber sido condenada por un delito de drogas que ella niega haber cometido. Cuando estaba embarazada de tres meses, fue trasladada a una celda superpoblada destinada a mujeres embarazadas y madres primerizas. Su hija pasó allí su primer año de vida.

“Era como una sauna”, recuerda Sophea: “Me hice un abanico con una hoja de palma para poder refrescar a mi bebé, era lo único que me podía permitir. La habitación tenía un pequeño respiradero pero ¿puedes imaginarte cuánto aire te llega cuando estás en una estancia con tantas mujeres? Solicitamos un ventilador eléctrico pero nunca llegó”.

Un defensor del medioambiente que prefiere permanecer en el anonimato indica que a principios de año fue detenido y llevado al módulo para hombres de Prey Sar. Compartió una celda de unos cuatro metros cuadrados con al menos 25 otros prisioneros. “Dormíamos como sardinas enlatadas. No había aire acondicionado, ni siquiera teníamos un ventilador”.

Otros presos tienen mejores condiciones. Un informe de 2015 de la Liga Camboyana para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos señala que supuestamente “algunas prisiones albergan 'celdas VIP' para prisioneros bien conectados o aquellos que pueden pagar por un alojamiento en una sola celda”. Se cree que estas tienen aire acondicionado.

Jordania: en una caja de metal en el desierto

La crisis de los refugiados agrava la amenaza que plantea el cambio climático. Ambos fenómenos están íntimamente relacionados, ya que los fenómenos meteorológicos extremos suelen ser un factor de inestabilidad social, política y económica. Un artículo publicado por la revista Science en diciembre evidencia que si no se reducen significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero, las solicitudes de asilo a nivel mundial podrían aumentar en casi un 200% a finales de siglo.

En una llanura al norte de Amán, unos 80.000 sirios viven en el campo de refugiados de Za'atari, un asentamiento urbano semipermanente que se creó hace seis años y considerado actualmente la cuarta ciudad más grande de Jordania. Hamda Al-Marzouq, una mujer de 27 años, llegó hace tres años, huyendo de los bombardeos sobre su vecindario en las afueras de Damasco.

Su marido desapareció durante la guerra, y ella estaba desesperada por salvar a su hijo pequeño y al resto de la familia. Ahora, ocho miembros de esta familia comparten un refugio prefabricado que no es más que una gran caja de metal. Al-Marzouq explica que en verano la caja se convierte en un horno.

“Es una zona desértica y pasamos mucho calor”, explica en una conversación telefónica: “Lo sobrellevamos de distintas maneras. Nos despertamos temprano y empapamos el suelo con agua. Luego nos rociamos con agua”. No hay electricidad durante el día, así que de nada serviría tener un ventilador. Durante la noche tienen electricidad, pero el desierto ya se ha enfriado.

Muchos días su familia espera a que llegue la noche para salir de la caja, con sus cabezas envueltas con toallas mojadas. Pero el mayor problema son las tormentas de arena, que pueden llegar violentamente durante los meses de verano y azotar el campamento durante días. “Tenemos que cerrar las ventanas de nuestro refugio”, explica. En estos casos, la habitación sube de temperatura: “Es sofocante. Empapamos las toallas y tratamos de respirar a través de ellas”.

El hijo de Al-Marzouq, de cinco años, sufre problemas respiratorios y frecuentemente contrae infecciones. Muchos refugiados del campamento padecen de asma.

El acceso a agua también ha sido un problema. En el norte de Jordania, uno de los países con mayor escasez de agua del mundo, la demanda ha aumentado tras la llegada de los refugiados. Una operación coordinada por UNICEF permitirá que antes de octubre todos los hogares del campamento estén conectados a una red de agua, lo que, según Al-Marzouq, supondrá un gran alivio.

“Solíamos recoger agua con bidones y teníamos que cargarlos durante largas distancias. Con el nuevo suministro, que ya funciona en algunas partes del campamento, todo es más fácil. Ya no hay peleas por conseguir agua. Ahora todos estaremos en pie de igualdad”.

¿Un plan para el futuro?

En general, se está demostrando que la desigualdad alimenta los hornos urbanos. Los investigadores estadounidenses que en 2013 descubrieron que la vulnerabilidad al calor urbano estaba relacionada con las desigualdades raciales, también constataron que cuantas más diferencias haya en una misma ciudad, más calor pasan sus habitantes.

En declaraciones al LA Times, Rachel Morello-Frosch, una de las coautoras del estudio, señala que “este patrón de segregación racial parece aumentar el riesgo de todos los habitantes de la ciudad de vivir en un ambiente más caluroso”.

Evidenciaron que una manera efectiva de luchar contra el calor extremo en las ciudades es tratarlas como un todo, barrios marginados incluidos. Los investigadores recomendaron plantar más árboles y aumentar las superficies de color claro para reducir el efecto de “isla de calor”. También aconsejaron que la planificación urbana para mitigar el calor extremo “incorporara proactivamente una perspectiva de justicia ambiental y abordara las disparidades raciales y étnicas”.

Benmarhnia explica que cuando se hacen esfuerzos para terminar con la exclusión social, todos salen ganando, con la ventaja añadida de que las personas “invisibles” más vulnerables, como las personas sin hogar y los inmigrantes indocumentados, vuelven a formar parte de la comunidad, que puede atenderlos.

En al menos uno de los países más calurosos se han empezado a impulsar medidas en esta dirección. India anunció recientemente que ha llevado a cabo una serie de políticas de salud pública, que son de sentido común, y que con ello ha reducido sustancialmente las muertes relacionadas con el calor; que han pasado de 2.040 en 2015 a poco más de 200 en 2017. Entre estas medidas impulsadas con éxito destaca la apertura de los parques públicos durante el día, la distribución gratuita de agua y pintar de blanco los techos de las comunidades de las chabolas, lo que ha permitido reducir la temperatura interior en 5ºC .

Montreal impulsó por primera vez un plan de acción de calor similar en 2004, y consiguió reducir la mortalidad en días calurosos en 2,52 muertes por día, pero a medida que las olas de calor se intensifican, es probable que esto deba ser reevaluado. Nadler señala que los impactos devastadores del calentamiento global apenas están empezando a notarse. “Las ciudades tendrán que replantearse cómo nos preparamos para estas emergencias y qué medidas pueden ofrecer a todos sus habitantes, desde los más ricos hasta los más vulnerables”.

Traducido por Emma Reverter

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