Cuando la crítica tiene dueño
Últimamente abundan los críticos sin causa. Columnistas que se presentan como espíritus libres, analistas que presumen de independencia y tertulianos que dicen no tener color político, pero cuyas palabras parecen redactadas en la sede del Palau de la Generalitat. Critican “a todos por igual”, aunque sus dardos siempre apuntan al mismo sitio. No hacen falta grandes discursos: basta con asumir los marcos que impone la derecha y repetirlos como si fueran sentido común. Es la nueva forma de manipulación: aparentar neutralidad mientras se legitiman posiciones claramente ideológicas. Creen que mantener distancia es ser objetivo, cuando en realidad solo están renunciando a pensar por sí mismos.
El fenómeno no es nuevo, pero sí más visible. Desde hace meses, buena parte de la conversación pública en la Comunitat Valenciana se alimenta de una misma receta: primero se culpa al Gobierno de España de cualquier problema y luego se lanza una crítica “equitativa” que, en realidad, solo sirve para suavizar la responsabilidad de quien gobierna aquí. Todo envuelto en un tono de falsa serenidad que tranquiliza al lector y legitima el relato conservador sin mencionarlo.
En este contexto, hay dos tipos de críticos. Los primeros son los francotiradores mediáticos, los que van de frente y disparan sin pudor: su función es marcar el terreno y generar titulares. Los segundos son más eficaces: los que visten de intelectuales, se declaran “desencantados de la izquierda” y juran que solo buscan el bien común. Escriben con el ceño fruncido y un aire de decepción moral, pero en realidad trabajan para consolidar la idea de que la alternativa progresista ha perdido sentido. Su crítica no busca transformar nada, sino desmovilizar.
Ahí está la clave. No pretenden convencer al votante progresista de que cambie de bando, sino sembrar la duda, el desencanto y la apatía. La estrategia es sencilla: repetir que “todos son iguales”, que “la política ya no sirve”, que “la izquierda se ha alejado de la realidad”. Un mantra que, sin necesidad de propaganda oficial, desactiva la ilusión y la participación. No se trata de un debate intelectual, sino de una operación política que busca que nadie crea en nada, salvo en la inevitabilidad del poder conservador.
No es casual que esta corriente de opinadores se haya intensificado justo cuando el gobierno de Mazón muestra más costuras. Lo más sangrante fue su gestión de la DANA: mientras los municipios afectados aún esperaban respuestas, ya había quien pedía “no hacer política con las tragedias”, que “ahora no es momento de buscar culpables”. Un argumento tan cómodo como hipócrita, útil para quienes no quieren que se hable de gestión ni de responsabilidad. A fuerza de repetirlo, se ha instalado un discurso que pretende presentar al PP como sinónimo de moderación y eficacia, mientras reduce cualquier propuesta progresista a una mezcla de improvisación y nostalgia.
Cuando ese relato se repite desde tribunas que se autodefinen como “independientes”, el efecto es doble: se normaliza la mediocridad del poder y se erosiona la credibilidad de la alternativa. Es una operación política de manual, pero con apariencia de tertulia de café. Lo más preocupante no es la crítica en sí, sino la ausencia de rigor, el uso de medias verdades y la voluntad de confundir opinión con información. Quien convierte la crítica en arma partidista deja de analizar y empieza a justificar.
La ironía es que quienes se presentan como guardianes del pensamiento crítico son, en realidad, sus peores enemigos. Porque la crítica auténtica no se alimenta de prejuicios, sino de hechos; no busca destruir, sino mejorar. La izquierda, como cualquier proyecto transformador, necesita voces exigentes, que señalen errores y propongan caminos nuevos. Pero otra cosa es el coro de opinadores que confunden la autocrítica con el autoflagelo y la reflexión con la rendición.
Es verdad que la izquierda valenciana tiene tarea pendiente. Durante los años del Botànic se avanzó mucho: se redujo el paro, se mejoraron los servicios públicos y se devolvió dignidad institucional a la política. Pero aún queda mucho por hacer. Ahora toca reconstruir una alternativa progresista sólida, coherente y cercana a la gente. Y eso implica volver a hablar de lo que realmente importa: los salarios, la vivienda, la sanidad pública, la educación, la igualdad y la sostenibilidad. Todo lo demás —las polémicas prefabricadas, los titulares interesados, las columnas que disfrazan ideología de análisis— son distracciones al servicio de quienes quieren mantener las cosas como están.
La izquierda valenciana solo volverá a ganar la confianza de la mayoría si demuestra que su proyecto es útil, honesto y moderno. Y ese proyecto debe liderarlo quien tenga capacidad de diálogo, credibilidad institucional y ambición colectiva. Como ya ocurrió con los gobiernos del Botànic, ese liderazgo tiene nombre: el del Partido Socialista, que hoy encarna una nueva generación política con Diana Morant al frente.
Quienes confunden la crítica con la propaganda acabarán descubriendo que el cinismo no da votos. La gente distingue perfectamente entre quien trabaja para resolver los problemas y quien vive de contarlos. Y ahí es donde la izquierda, si se mantiene firme y unida, tiene una oportunidad inmensa: volver a ser la voz de la esperanza frente al ruido interesado de los falsos críticos y frente a un gobierno del PP y Vox que no solo no está resolviendo los problemas de los valencianos y valencianas, sino que los está agravando día a día. Por eso hay que pararlo, con convicción, con propuestas y con una alternativa capaz de devolver a esta tierra la confianza en un futuro mejor.
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