Yo conmino
Armand Auguste Charles Ferdinand Mercier du Paty de Clam. Fue el coronel francés que dirigió la instrucción del caso de alta traición más famoso de Francia y de Europa. La suya es la historia de una infamia: un montaje judicial levantado sobre suposiciones y pruebas falsas. Informes periciales confeccionados a medida. Declaraciones amañadas y testigos manipulados. El auge del antisemitismo. Una polarización extrema. Violencia en las calles, populismo y una prensa entregada al bulo. Todos esos ingredientes fermentaron en la coctelera del caso Dreyfus. Ocurrió en 1898. Y, sin embargo, cualquiera diría que fue ayer. El mismo día en que el Tribunal Supremo publicó la sentencia condenatoria sobre Álvaro García Ortiz.
El militar judío fue víctima del resentimiento. El antisemitismo galopaba desbocado tras la publicación de La France juive, de Édouard Drumont, en 1886. Se vendieron más de 150.000 copias. En ellas el autor acusaba a los judíos de conspirar para someter y “judaizar” a los pueblos cristianos. Los describió como portadores de plagas y epidemias, asesinos de Cristo y responsables de todos los males de Francia. Los culpó de la crisis moral y económica del país.
El siguiente paso de Drumont fue crear la Ligue Nationale Antisémitique de France y promover la expulsión de los judíos. Después fundó el periódico La Libre Parole. “¡Francia a los franceses!” fue el lema de un medio que diariamente publicaba conspiraciones y bulos. Alcanzó una tirada de 200.000 ejemplares semanales y fue el primero en anunciar el arresto de Alfred Dreyfus, acusado falsamente de espionaje. Cada día alimentaba la maquinaria del descrédito con nuevos reportajes incriminatorios.
Los bulos se expandieron como el salitre. El 22 de diciembre de 1894 Dreyfus fue declarado culpable, despojado de sus honores y recluido en la Isla del Diablo, en la Guayana Francesa. La sociedad quedó partida entre dreyfusianos y antidreyfusianos, entre quienes buscaban la verdad y quienes se acomodaron en los relatos construidos sobre falsedades. Fue la carta abierta del escritor Émile Zola, dirigida al presidente de la República y publicada en L’Aurore, la que consiguió tambalear los cimientos de aquella patraña.
En su manifiesto Yo acuso, desmontó todas las mentiras y señaló a los responsables. Logró que una parte significativa de la sociedad francesa se sumara a la defensa de la verdad, sin la cual no hay justicia ni libertad. Consiguió que el caso se reabriera y acabara en un pacto por el que Dreyfus aceptó declararse culpable a cambio de no volver a la cárcel. Fue un camino áspero. Zola también fue procesado y huyó al Reino Unido. Murió en 1902, asfixiado por el monóxido de carbono de su chimenea. Años después, durante la ceremonia de traslado de sus restos al Panteón, Dreyfus sufrió un atentado. Las heridas seguían abiertas.
Ha pasado más de un siglo desde aquella infamia, pero sigue siendo actual, como lo son las tragedias griegas desde hace milenios. La envidia, el rencor, el odio, el resentimiento. Represalias y venganzas. Todas convergen en una trama que se repite a lo largo del tiempo y que hoy encuentra un eco inquietante en una sentencia basada en un razonamiento que se contradice a sí mismo. El Supremo da por probado que fue García Ortiz “o una persona de su entorno” quien filtró el correo sobre la confesión del novio defraudador de Isabel Díaz Ayuso. Admite que pudo ser otra persona.
Es tan evidente que el relato se construye sobre especulaciones que, en su conclusión, afirman que el correo “tuvo que salir de la Fiscalía”. ¿Cómo que tuvo que? No pueden probar que saliera de allí y levantan una hipótesis alternativa para suplir la falta de pruebas. Lo que sí tienen son los testimonios —obligados a decir la verdad— de los periodistas. José Precedo, Miguel Ángel Campos y Alfonso Pérez Medina corroboraron que García Ortiz no fue el filtrador. Todos declararon haber tenido acceso al correo antes que el exfiscal general.
De los siete magistrados que integraron el tribunal, dos votaron en contra rebatiendo los argumentos y defendieron la absolución. Los otros cinco han marginado la verdad, dando por válida la “deducción lógica” del jefe de gabinete de la presidenta madrileña, Miguel Ángel Rodríguez. Sin pudor, admitió ante el tribunal que mintió: “No tengo ninguna fuente. Soy periodista, o trabajo en política. No soy un notario que necesite una compulsa”. Él se inventó el bulo y los medios dispuestos a publicarlo sin contrastar hicieron el resto.
Y aquí estamos. Miguel Ángel Rodríguez pasea su pa’lante por las redes con un tufillo etílico mientras el PP intenta sacar tajada de una decisión judicial que erosiona la confianza de la ciudadanía en la justicia y en las instituciones. Su estrategia de tierra quemada solo beneficia a Vox y, cuando hayan arrasado con todo, no les quedará nada. Los que difundieron el bulo siguen ocupando tertulias y repartiendo lecciones de periodismo. Quienes contaron la verdad se expusieron públicamente y nos dieron una lección de integridad y profesionalidad.
Émile Zola lo hizo al poner a Francia frente al espejo y hoy volvemos a necesitar a personas comprometidas como él, que se atrevan a escribir su propio manifiesto. Porque la infamia cambia de rostro, pero siempre vuelve cuando la mentira encuentra oídos dispuestos a escucharla. Dreyfus sobrevivió al odio gracias a quienes tomaron partido por la verdad, a quienes no se resignaron ni miraron hacia otro lado. A todas esas personas, conmino a que alcen la voz y afilen sus lápices, para que el camino de la verdad vuelva a abrirse paso frente a los Du Paty de Clam que amenazan la democracia.
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