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CV Opinión cintillo

Sociedad, derechos y extrema derecha

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Estos días tiene lugar en el complejo de La Petxina de Valencia, la celebración del Congreso “Sociedad, derechos y extrema derecha”. A iniciativa de la Fundación Primero de Mayo de CCOO se ha reunido un plantel excepcional de ponentes para reflexionar sobre el fenómeno del auge de la extrema derecha. Creo que se acierta plenamente en escoger Valencia, porque nos permite avivar el recuerdo del II Congreso Internacional de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, realizado en el hemiciclo de nuestra Casa Consistorial en 1937, cuando en plena Guerra Civil Valencia era el epicentro de la República Española. Este Congreso, que reunió a escritores de medio mundo, resultó ser una respuesta inequívoca del compromiso de la intelectualidad con la democracia. Durante unos días, Valencia se convirtió en la capital del antifascismo mundial.

Ahora que vivimos un cierto resurgimiento de la extrema derecha en muchos países del mundo, el elemento movilizador que caracterizó aquel encuentro de 1937 está plenamente vigente. Así que no se me ocurre mejor escenario que la ciudad de Valencia para tejer complicidades y dotarnos de herramientas para identificar y combatir las nuevas formas de la extrema derecha, cada vez más presentes y con más influencia en buena parte de las democracias occidentales. Aparentemente, el fenómeno ha mutado, pero en el fondo sigue siendo, como lo era entonces, la principal amenaza para la convivencia, los derechos y las libertades de la mayoría social.

Su capacidad de influencia está contribuyendo a una radicalización, más o menos grosera, de las derechas de tradición más liberal. Una simbiosis que se está demostrando como un elemento disruptivo que afecta de lleno a la normalidad de la democracia, en cuya defensa, el sindicalismo de clase está llamado a jugar un papel determinante. El movimiento obrero internacional debe aplicarse en dar respuesta a una ideología, que tiene réplicas en todas las latitudes del mundo,  y que tiene como punto de mira el retroceso de los derechos de la clase trabajadora, luego  impugna directamente el papel garante de las organizaciones sindicales allí donde logran gobernar.

A pesar de las maniqueas maniobras de distracción, tenemos que mostrar rotundidad al afirmar que las nuevas formas de esta derecha suponen el resurgimiento del fascismo en el contexto internacional. Pese a los esfuerzos por adaptación de su mensaje, Trump, Bolsonaro, Orban, Salvini, Meloni, Le Penn o Abascal son perfectamente identificables como elementos reaccionarios de extrema derecha. La aceptación del juego parlamentario y la aparente renuncia al uso de la violencia para imponer su ideario político, no maquilla un discurso totalitario que emparenta, sin mucho disimulo, con los regímenes fascistas de entonces.

Su objetivo es el mantenimiento de la hegemonía cultural para conservar, y si es el caso restaurar, privilegios de las élites a las que sirven. Para eso ya no es necesario acabar con la democracia, basta con hacerse con el control de las instituciones y ejercer el poder de facto. Se frenan así los avances sociales y se retuerce el sistema hasta que está suficientemente adaptado para servir a sus intereses. Todo ello, a costa de los derechos de la mayoría social y de la calidad democrática de los países en que gobiernan, porque con la legitimidad obtenida a través de las urnas, aniquilan principios tan básicos como la división de poderes o la libertad de prensa. Estamos hablando de un fenómeno internacional, que se sirve de la democracia representativa como herramienta de blanqueamiento de lo que es: fascismo en estado puro.

El auge de la extrema derecha es consecuencia en buena medida de las políticas neoliberales y de las enormes desigualdades sociales intensificadas por la gestión austericida de la crisis financiera de 2008. Si a aquella crisis de la que a duras penas nos costó recuperarnos una década, le sumamos los efectos del nuevo contexto geopolítico y la insólita inflación de dos dígitos, el resultado es un empobrecimiento generalizado de las clases populares. Esto, sumado al hastío y al descrédito de la política, ha sido el mejor caldo de cultivo para los discursos del odio, que han aprovechado la capacidad de penetración que ofrece Internet y los medios de comunicación proclives a amplificar bulos de toda índole, para generalizar un mensaje ultraconservador, ultranacionista, supremacista y autoritario. En muchos casos, ha seducido incluso a quienes más deberían temerlo, a quienes no tienen casi nada, que malviven de un salario insuficiente, y que pueblan los barrios más populares de las ciudades de países como EEUU, Brasil, Hungría, Italia, Francia o nuestro propio país.

El trazo ideológico sigue la misma constante, los partidos de la derecha alimentan la batalla cultural acudiendo a fórmulas populistas para ampliar sus bases electorales, mientras que de manera soterrada imponen una agenda neoliberal que pasa inexcusablemente por la privatización progresiva de servicios y coberturas sociales, una reducción impositiva para las clases altas y un retroceso en los derechos de las personas trabajadoras. Con una enfermiza apología del concepto deformado de “libertad”, se articulan teorías conspirativas que fomentan el racismo y la xenofobia, se reacciona ante los avances en igualdad, que son tachados de ideología de género y hasta se niega el cambio climático. Se requieren pocos matices para definir el sustrato ideológico de su discurso. De cómo enfrentarlo, es de lo que se trata.

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