Daoíz y Velarde deben quedarse en Malasaña
A raíz de la continuada vandalización que viene sufriendo la estatua de Daoíz y Velarde que preside la plaza del Dos de Mayo, ha llegado a plantearse en los despachos municipales qué hacer con ella en aras de preservarla. En mi opinión, no tiene sentido llevarse del barrio el grupo escultórico de Daoíz y Velarde y tampoco creo que sea buena idea sustituirlo por una copia. Mi perspectiva no es la del experto en patrimonio sino la del historiador social –aviso– y como tal me gustaría enfocarlo.
A día de hoy, el valor del grupo es difícilmente separable de su periplo en la plaza desde que se colocara en 1932 y, además, éste ha evolucionado en la fricción con la historia del barrio. Confinarlo en un museo –así sea El Prado– supone convertirlo en un objeto artístico más, que dejaría de ser ciudad para ser sólo patrimonio al otro lado de la puerta de una institución (y tras el preceptivo pago de una entrada nada barata, a no ser que volvieran a la parte exterior).
Para empezar, la temática del monumento es obviamente inseparable del entorno, epicentro de los hechos del Dos de mayo de 1808, hasta tal punto que el grupo, mil veces representado en fotografías o dibujos, tiene poco sentido ya sin el arco del cuartel de Monteleón que lo acoge. Son uno de facto.
Pero, en el tránsito de Maravillas a Malasaña, también la plaza y sus héroes han ido resignificándose. Lo mismo que sucede con el arco del cuartel, que se ha hibridado con las esculturas, sucede de nuevo con la célebre fotografía de Félix Lorrio que muestra a dos jóvenes desnudos encaramados a los héroes, tomada en las fiestas del Dos de mayo de 1976. Aquellas primeras fiestas tras la muerte de Franco están insertas en una narrativa de Malasaña como barrio politizado y cultural que entronca con la imagen –clásica desde hace décadas– de las litronas a modo de espadas de Daoíz y Velarde.
En algún punto, difícil de localizar en este caso, debe estar la intersección entre el vandalismo y la mejor cultura popular y, sin duda, ese lugar es conflictivo y a la vez interesante. Conflictivo porque Malasaña no sería Malasaña sin el uso irreverente del espacio público por parte de sucesivas generaciones de jóvenes, de la Transición a hoy; y porque, sin que esto contradiga lo anterior, es necesario velar por el patrimonio artístico y el descanso de los vecinos. La calle siempre encierra conflictos y la obligación de afrontarlos, al contrario que los museos que, al menos en apariencia, son la perfecta plasmación del orden.
En el buen entendido de que las autoridades municipales deben velar por la salud del monumentosalud, cabe señalar que esto no puede llevarnos a aislarlo, por razones técnicas, de algunos debates políticos interesados que se suceden últimamente. Asistimos hoy a un intento de reintroducir en la esfera pública los grandes hits de la historiografía franquista por parte de elementos políticos reaccionarios. El viejo relato de la leyenda negra es best seller, se celebra la toma de Granada como en los manuales del nacionalcatolicismo y, también, se ha querido hacer pasar un vandalismo hacia el monumento de Daoíz y Velaree, que nada tiene de nuevo, por atentado de última hora hacia “lo español” . Curiosamente, el franquismo nunca terminó de encontrarse cómodo con aquellos hechos de mayo que, sí, trató de patrimonializar, pero hibridó con las Cruces de Mayo por su carácter laico y popular.
Daoíz y Velarde con litronas o, si se quiere, con cuerpos desnudos, es el acto de reapropiación que simboliza Malasaña –en efecto, conflictiva– y encerrarlos en un museo a mayor gloria de la epopeya nacional, de la épica antes que de la lírica, podría ser un episodio más de cesión ante el pensamiento totalitario y, mirado desde otro enfoque…también de claudicación ante quienes no respetan el patrimonio artístico, robándole a los madrileños un monumento original que, quizá, valga más por lo que ha sucedido alrededor suyo de lo que valía cuando salió de las manos del escultor Antonio Solá.
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