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All you need is love

José Manuel Rambla

Entre los efectos secundarios del amor está su fatídica propensión a dejar más corazones rotos que Calatrava trencadís fracturados en la cubierta del Palau. Los devaneos del presidente francés François Hollande y la actriz Julie Gayet evidencian estos días cómo una anhelada caricia, por fugaz y clandestina que sea en la evocadora calle del Circo, acaba despertando una atracción más fatal que toda la erótica del poder contenida en l’Palais de l’Élyssé. El resultado final es un conflicto político con ribetes de película de Claude Chabrol entre la crisis de tristeza de la esposa presidencial y la sombra negra de la mafia corsa.

La Península Ibérica, desde los tiempos de Juana I de Castilla, también ha demostrado a lo largo de su historia que entre su élite social no han faltado ejemplos de esa atracción por el abismo de las pasiones. La tipología es, en este sentido, bien variada y abarca desde la enajenada obsesión de la hija de sus católicas majestades por el bello Felipe, hasta la melancólica devoción de Alfonso XII por María de las Mercedes cantada en coplas infantiles. Una larga relación en la que, por otro lado, no faltarán alegres andanzas extrapalaciegas en tiempos de Alfonso XIII, o tórridas aventuras africanas por tierras de Botsuana.

Sin duda, el buen y leal pueblo siempre ha mostrado una entusiástica inclinación hacia estos amores principescos, con independencia de que la sangre que encendía los deseos de sus protagonistas fuera más o menos azul. Una predisposición, eso sí, desinteresadamente animada por la prensa decente desde los lejanos tiempos de Grace Kelly y Rainiero de Mónaco, o del Príncipe de Gales y Lady Di.

Entre nosotros no han faltado intentos de contentar a los súbditos con una bonita historia de amor que devolviera a la Corona el aura maquillada de los viejos tiempos. Sin embargo, al final, la aburrida vida conyugal entre el Príncipe de Asturias y la profesional presentadora de televisión no parecen haber aportado demasiado al entusiasmo popular por las cosas de Palacio, por mucho que se especule sobre la talla de vestido de Doña Leticia o Felipe de Borbón busque desesperadamente mejorar ahora la imagen institucional con el delicado corte de una cuchilla de afeitar sobre sus principescas barbas. En cualquier caso, pese a los pobres resultados de estos intentos, la achacosa monarquía española sigue confiando en que el amor sea su tabla de salvación frente a esa otra temida, aunque solo sea simbólica, cuchilla de una guillotina.

El último episodio lo tenemos en los desesperados intentos por transformar el pillaje de Nóos en una bonita historia de amor donde, quién sabe, hasta puede que Rita Barberá acabe resultando una tierna celestina. Es así como nos quieren convencer de que todo este expolio de bienes públicos solo esconde la triste historia de una infanta ciega apasionada por un gallardo sapo atlético que, tras el beso nupcial, se transformó en un pérfido Al Capone en el que la infeliz confiaba ciegamente mientras firmaba facturas en las humildes estancias del palacio de Pedralbes. Aunque el tierno relato novelado por Miquel Roca haya calado en la Zarzuela y provoque lágrimas de emoción en el entregado fiscal general del Estado, Eduardo Torres-Dulce, todavía está por ver el impacto que tendrá en una plebe cada vez más cansada de tanto cansancio, como estamos viendo entre los vecinos burgaleses del Gamonal.

Y es que, por lo que parece, aunque la pasión puede mover montañas, lo cierto es que desde que descubrimos que Francisco Camps era capaz de “querer un güevo” al Bigotes, empezamos a sospechar con fundamento que el amor ya no es lo que era.

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