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Cuando nos prohibieron la noche

Una noche cualquiera, en un lugar cualquiera de España

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Hubo un tiempo terrible, tal vez contaremos algún día, una era de la humanidad, en la que nos prohibieron la noche.

El virus que por entonces atenazaba al mundo era Drácula, una suerte de microscópico Vlad Empalador que sólo salía bajo la luna y dormía en los sarcófagos con las primeras luces del alba.

Nos prohibían la noche y nos prohibían salir a abrazarla como a una vieja novia. La noche, admitámoslo, tiene mala fama desde que el dios egipcio Osiris palmó entre sus tinieblas. Ahí está la noche del hampa y de los destripadores, la noche de los monstruos, de las ramas de los árboles convertidas en pesadillas. La noche del cazador. Cría fama y tendrás mucha. Pero, ¿quién nos iba a decir que algún día la escalofriante noche de brujas iba a convertirse, por otra parte, en un pánfilo Halloween?

Por entonces, contaremos también, nos apresurábamos a llegar a casa con la premura del toque de queda, con un cierto escalofrío vintage, como si escondiéramos una vietnamita en las bolsas de la compra y tuviéramos que dormir en las comisarías de una dictadura en lugar de pagar una democrática multa por saltarnos el horario del BOE.

Lo de prohibir la noche quizá pudiera estar bien si en el fondo no fuera porque nosotros también somos la noche. Sin nuestras sombras, no recibiría ni siquiera ese nombre. Ni la luna sabría que se llama así. Fue en la noche donde tuvo que surgir el fuego y, mucho más importante, es probable que también durante la noche naciera el pecado.

¿Qué sería de Juan de la Cruz o de Javier Egea sin la noche? ¿Qué sería de nosotros sin sus noches oscuras del alma o sus noches canallas cuando nadie responde de sí? A lo largo de las noches se urdieron complots, se fraguaron revoluciones y se traficaron con cuerpos, pero también con ideas.

Dicen que el Estado, desde el municipio a la Casa Real, pasando por las autonomías y el Gobierno de la Nación, estaba también dispuesto a adoptar medidas drásticas contra los sonámbulos y a vigilar estrechamente a los insomnes, por si acaso. No habría botellones probablemente, pero en aquella época rara en que los policías parecían serenos que nos pusieran a salvo en casa, tampoco aguardaría el inesperado deseo carnal en una barra o en una esquina; ni oiríamos la canción que haríamos nuestra de por vida; ni contemplaríamos esa otra noche, la del mar, como una intangible redundancia de penumbras.

La noche de los hoteles, entre viajantes, amantes o políticos que repasan el discurso de mañana con un chupito del minibar y la incierta sensación de vivir fuera del mundo. La noche de los sin techo, en el toque de queda de los cajeros automáticos. La noche de los tanatorios vacíos con ese penetrante olor a no se sabe. La angustiosa noche de los parados, con la esperanza ya anochecida porque el Ingreso Mínimo Vital llega mal y tarde, por ahora.  

La noche de las güisquerías y de la adoración nocturna, la del cuarto de los cabales donde se fraguó el quejío flamenco y la desolación de las nubas. Ya no más, durante cierto tiempo, la noche de las ciudades vacías, quizá uno de los lugares propicios para el amor que vislumbrara Ángel González. En la noche, tal vez, habría menos luz, pero siempre nos alumbró más que el día.

La dictadura de un virus nos entornó las tabernas y nos impuso su toque de queda. Los últimos transeúntes se miraban entre sí como sospechosos del crimen de ser noctámbulos

No la negra noche, no me mires así, a la que Joaquín Sabina cantara tan hermosamente; no la terrible noche de los cuchillos largos, la no menos temible de los cristales rotos, la melancólica noche de la iguana, la noche toda, la de los susurros y las sombras que se abrazan, la de las conspiraciones y la de las sombras chinescas, la noche, en el amplio sentido de la palabra noche.

La dictadura de un virus nos entornó las tabernas y nos impuso su toque de queda. Los últimos transeúntes se miraban entre sí como sospechosos del crimen de ser noctámbulos y los narcotraficantes quizá planeaban alijar su droga a mediodía para ahorrarse al menos el peligro de que los descubriesen por saltarse el horario a la torera. La noche de la heroína que mordía de nuevo. La noche de un pescador que orina por la borda a salvo del viento. La noche de los faros, en los que ya no queda nadie, como nadie quedaba en los bulevares o en las avenidas.

La noche de las mujeres muertas no entendería de arrestos nocturnos y domiciliarios. A ellas, el peor virus les aguardaba en casa. Eso diríamos cuando el tiempo nos curase de la pandemia de los oídos sordos, de los gritos de rabia entre paredes de papel, del silencio del desamor y de la soledad, que también suelen ser heridas que escuecen más de noche.

¿Multarán a los inmigrantes clandestinos cuando desembarquen en nuestras playas de madrugada, o les perdonarán la sanción porque esa gente rara y superviviente suele viajar a deshoras, de continente a continente, normalmente por motivos laborales?, nos preguntábamos entonces y nos seguiremos preguntando.

Para quienes vivíamos con nocturnidad y alevosía, que nos abolieran el derecho a la noche sólo tendría una justificación razonable, la de aliviar esa otra larga noche, la de los hospitales, la de la inaguantable asfixia en casa, la del interminable dolor de cabeza que a veces perduraba más allá del Covid-19.

Por ellos, por nosotros, daríamos por bueno renunciar a esas benditas horas donde todos los gatos son pardos, cuando las estrellas suenan como quinientos millones de cascabeles; la noche, la mitad de la vida y la mejor mitad.

Cada bar entrecerrado, un respirador; eso esperanzábamos aquellos a los que nos gustaban mucho más los bares que los respiradores, pero queríamos seguir respirando para que pudieran seguir existiendo los bares.

Por eso, explicaremos a nuestros atónitos nietos, renunciamos durante un tiempo a la noche para que esa misma noche no terminara siendo eterna. 

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