Te encontraré
Puede sonar disparatado. Lo sé. Pero quiero aprovechar este espacio para agradecer a Miguel Tellado aquella intervención del mes de septiembre en la que animaba a “empezar a cavar la fosa donde reposarán los restos de un Gobierno que nunca debió haber existido en nuestro país”. Gracias, de verdad. Aquella soflama franquista me indignó de tal manera que, al día siguiente de escucharla y tras consultar con la almohada, llamé a mi hermana y le solté: “Voy a buscar al abuelo”.
Mi hermana, que no es una persona que tenga un despertar agradable, comenzó a reírse y respondió: “¿A qué abuelo?” Cuando estamos a punto de celebrar los cincuenta años de la muerte del dictador, esta pregunta puede parecer trivial y, sin embargo, resume la historia de nuestra democracia: el desprecio a las víctimas del franquismo y el intento de aniquilar cualquier rastro de quienes lucharon Para la Libertad. La que se escribe con mayúscula en los versos de Miguel Hernández y canta Joan Manuel Serrat. No la de ir a tomar cañas a la terraza de un bar mientras las personas mayores mueren sin atención médica en las residencias, como sucedió en Madrid.
Pero, volvamos a la conversación telefónica. “Al padre del papá”, le aclaré, sin conseguir que saliera de su asombro. “¿Recuerdas cómo se llamaba?”, insistí, sin que mostrara ningún signo de interés. “Es que quiero buscarle y no sé si se llamaba Ramón, como el papá, o Sebastián, como el tete”. Ella tampoco. Así que el enigma solo podía resolverlo el libro de familia que se encuentra bajo su custodia. Sin ninguna evidencia de tomarme en serio, se comprometió a buscarlo y, un rato después, me envió un pantallazo de la página que resolvía el misterio.
Mi padre nunca habló de él. No lo conoció. Nació huérfano y hace demasiado tiempo que falleció. Hijo de Sebastián y Catalina. Su madre murió en el parto, al final de la guerra. Exactamente en noviembre de 1938. En Jerez de los Caballeros, Badajoz. En el corazón de una Extremadura castigada por la pobreza y el clasismo. La misma que retrata el fotógrafo de Los santos inocentes, en el cortijo del señorito. Mi abuelo no quemó su vida arrancando carbón, como la canción de Víctor Manuel. Se fue al frente. Nunca regresó. Solo nos contaron que murió. No sé si cayó luchando en el campo de batalla o fusilado en un paredón o al borde de una cuneta; si pasó sus últimos días en una cárcel o en un campo de concentración. Quién sabe si fue uno de los más de 20.000 soldados republicanos que murieron construyendo el Valle de los Caídos.
No sé nada sobre él. Ni si era alto o bajo, rubio o moreno, esbelto o desgarbado, simpático o huraño. Del abuelo Sebastián no tengo ninguna fotografía que le ponga cara; de la abuela Catalina, sí. Como también tengo de Antonio y Ana, a quienes tuve la suerte de conocer. Ellos yacen juntos en el Cementerio General del València y aunque ya hemos perdido la costumbre de ir al cementerio el día de Todos los Santos, su lápida se mantiene y su recuerdo nos reconforta.
Sin embargo, siento que tengo una deuda con Sebastián. Un espacio vacío en la historia de mi familia. Una rama talada. Una ausencia con la que siempre cargó mi padre y que marcó su vida. Si estuviera aquí, me acompañaría en esta tarea que estoy decidida a comenzar gracias al empeño de Miguel Tellado por hablar de las fosas y faltar el respeto a las personas desaparecidas y a todo lo que la lucha de sus familias representa. La Ley de Memoria Democrática me ampara. Y no quiero que nadie me pida perdón, solo que me dejen ejercer mi derecho a saber, a encontrar, a reparar.
Vivimos un tiempo extraño, invertido, en el que está de moda ser mala persona; en el que los descendientes de quienes murieron por ser demócratas se dejan seducir por los cantos de sirena de un fascismo blanqueado por el PP y exaltado por Vox. Tal vez también se refería a esto el dictador cuando, en diciembre de 1969, se dirigió a los españoles en su discurso de Navidad con aquel “todo ha quedado atado y bien atado con la designación como mi sucesor, a título de rey, del príncipe don Juan Carlos de Borbón”.
Cuarenta años de represión, miedo y silencio, empiezan a dar su fruto en forma de una desmemoria cruel e injusta para quienes todo lo dieron. Por eso, encontrarles es un acto de justicia íntima, familiar, pero, sobre todo de reivindicación democrática frente a quienes hoy, de nuevo, quieren devolvernos a un pasado de miseria. Las derechas se han unido para retroceder. Los demócratas han de unirse para avanzar en torno a la memoria de quienes, para la libertad, sangraron y lucharon, entregaron sus ojos y sus manos. Personas anonimizadas, como Sebastián, a quien hoy sé que encontraré.
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