Pesimismo Patológico: El Malestar que Nos Paraliza
En tiempos de zozobra, el ánimo colectivo suele tambalearse. Como sucede con los individuos, las sociedades también tienen estados de ánimo, aunque más difusos, difíciles de medir, pero claramente perceptibles en sus manifestaciones: el discurso público, las decisiones políticas, las reacciones sociales. Hoy vivimos en una atmósfera cargada de pesimismo, una especie de niebla emocional que enturbia nuestra capacidad de imaginar un futuro mejor.
En el ámbito personal, los expertos en salud mental insisten en la necesidad de mirar con esperanza el porvenir, de gestionar las emociones con inteligencia, evitando caer en la trampa de los escenarios catastróficos. No obstante, cuando se trata del ánimo social, el discurso dominante suele ir en dirección contraria. Abundan los mensajes apocalípticos, los análisis centrados en el fracaso y los profetas del colapso que encuentran en cada crisis una prueba irrefutable de que todo irá a peor.
Es cierto que el presente no es fácil. Las guerras, la crisis climática, las desigualdades persistentes y la erosión de la confianza en las instituciones alimentan un malestar real. Pero a ese diagnóstico se le suma un síntoma aún más inquietante: el empeño por instalar una visión desesperanzada, casi patológica, de la realidad. La narrativa dominante parece estar secuestrada por el derrotismo.
La Real Academia Española define el pesimismo como una “doctrina que insiste en los aspectos negativos de la realidad y en el predominio del mal sobre el bien”. Esa insistencia, convertida hoy en espectáculo mediático, campaña política y tendencia digital, erosiona la voluntad colectiva y paraliza la acción. El pesimismo, cuando se vuelve sistémico y estructural, deja de ser una emoción legítima para convertirse en una herramienta de control.
Aún más preocupante es el descrédito creciente de los datos objetivos, los estudios científicos y las fuentes independientes. En su lugar, se multiplican voces sin formación ni rigor, que se autoproclaman como los únicos dueños de la verdad, auténticos iletrados que solamente hacen gala de dos cosas, de ser los únicos que conocen la verdad y de ser unos inconformista, parece que con ese marchamo nos tenemos que creer todo lo que dicen a pesar de que sea en contra de la ciencia, del sentido común y de cualquier razonamiento.
Como advirtió Umberto Eco, “las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas que antes hablaban solo en el bar, sin dañar a la comunidad”. Hoy esas voces ocupan tribunas, influyen en decisiones públicas y moldean el estado de ánimo social.
El resultado es una ciudadanía cada vez más vulnerable, fragmentada y manipulable. Como ocurre con toda patología, el pesimismo crónico debilita el organismo social. Impide construir consensos, paraliza la acción colectiva y nos empuja al repliegue individualista. En ese estado de ánimo, ninguna solución parece suficiente, ningún proyecto creíble, ningún futuro posible.
Tal vez haya llegado el momento de reivindicar el poder de la razón, de la memoria histórica y del pensamiento crítico. No se trata de negar la realidad ni de maquillar los problemas, sino de recuperar una narrativa que nos permita actuar, transformar, construir. Porque si algo hemos aprendido a lo largo de la historia es que los momentos más oscuros también han sido el umbral de grandes avances. Como escribió Antonio Gramsci: “El pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad”. Es hora de volver a pensar, sí, pero, sobre todo, de volver a creer.
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