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Vega Cerezo: “Los jóvenes están mucho más cerca de la poesía de lo que creen”

Vega Cerezo

José Miguel Vilar-Bou

Murcia —

Tu nuevo libro, “Lo salvaje” (Raspabook) es el recordatorio de algo evidente pero que siempre olvidamos: que somos animales.

El libro constantemente apela a nuestra animalidad, sí. A menudo sucede que la parte que menos entiende lo que ocurre es la racional. En muchos de los poemas, la voz racional le pregunta a la animal, porque no comprende. Pero la animal no explica, simplemente actúa, nos armoniza con nosotros mismos. Separarnos de nuestro lado animal nos condena a enfermar en todos los sentidos, no sólo el espiritual.

Son poemas muy ceñidos a lo cotidiano, en los que cualquiera puede verse reflejado.

La poesía necesita algo que nos sea común. Por eso la cotidianeidad, ese momento de arranque en que todos podemos identificarnos, es importante. Al final lo significativo no es si yo ando, corro o compro. El elemento biográfico es anecdótico, circunstancial. Lo realmente interesante es verbalizar una sensación en la que cabemos todos. Que alguien que nos lea en Escocia comprenda, se identifique con cómo nos sentimos. Es caminar hacia la universalización desde lo doméstico.

¿De dónde nace un poema?

El poema nace del asombro. De nuestra capacidad de asombrarnos ante algo, y de verbalizar ese sentimiento, pasándolo por el tamiz personal. La poesía tiene esa capacidad de conectarnos con la parte más íntima de nosotros. Tú lees un poema de alguien a quien no has visto nunca, pero en ese momento de escalofrío te reconoces en él. Ha sabido expresar algo que tú no lograbas. Es un poder que tiene la literatura en general, pero en la poesía está tan condensado, se produce en tan pocos centímetros cúbicos…

La imagen que ilustra la portada de tu libro, de la fotógrafa neozelandesa Niki Boon, tiene toda una historia detrás.

Niki Boon es una mujer que hace algo fantástico: Vive y educa a sus hijos en una granja en completa simbiosis con la naturaleza. Y esta vida la comparte con el mundo a través de su trabajo en Instagram. Ves a los niños jugando descalzos en la selva, tan libres. Le escribí para pedirle que nos cediese esa foto, que se llama “The Best Friends”, en la que casi no se sabe quién es el perro y quién el niño, y ella fue generosísima. Esa unión unívoca entre la persona y su manera de vivir es lo que yo buscaba. Lo que más admiro de su trabajo es que aúna ética y estética, algo que comparte con Claudia Masin, la autora del prólogo, una enorme poeta y una mujer hiperreivindicativa también. Animo a la gente a profundizar en el trabajo de ambas, en su manera de pensar y de enfrentarse a la vida.

Este es tu tercer libro tras “La sirena dormida” y “Yo soy un país”. Has dicho alguna vez que eres una creadora lenta.

Paso muchas horas en coche, conduciendo, así que he aprendido a escribir en mi cabeza. Mi libreta es mi cabeza. Ahí construyo el poema de memoria, fantaseo con él, le quito, le pongo… Esa convivencia interna puede prolongarse semanas, meses, años… hasta que alcanzo lo que quiero decir. Entonces el poema llega al papel.

¿Y cómo se convierten todos esos poemas en poemario?

Cuando escribo un poemario estoy contando una historia, y la quiero contar con poemas porque es una narración de sentimientos, no de hechos. Si no, haría narrativa. Mis poemarios están atravesados por un hilo que, si lo mueves, mueve todos los poemas. En el caso de “Lo salvaje” el epicentro es la animalidad, la fugacidad de las cosas, el dolor por la tierra que estamos machacando. Para mí, la ordenación de los poemas es el proceso más costoso y largo. Se trata de crear una casa que sea cómoda para mí, pero también para los lectores que llegan a ella.

En un mundo tan logorreico como el actual, en el que se produce tanta letra efímera e inmediata, en redes sociales por ejemplo, el crear textos de manera tan paciente, ¿es una reivindicación o simplemente un acto natural?

Es mi manera de escribir. Me gusta desarrollar esa intimidad con el poema, esa convivencia, durante meses. Creo que los procesos creativos deben ser pausados. Es cierto que vivimos en una generación de inmediatez, donde creemos que todo funciona a golpe de tecla y somos todos receptores y emisores. Consumimos y creamos a la vez. Podemos disfrutar de todo en el momento a través del smartphone. Pero un proceso creativo no puede entrar en esas dinámicas. La creación, sea novela, un cuadro o un bordado, requiere poso, maceración. Y si no, responde a una fugacidad que la hará morir con la misma efervescencia con que nace.

Colaboras con el cantautor Ginés Piñero, con quien ideaste el recital “Ciudad fragilidad”, has participado en las tres ediciones de La Mar de Letras de Cartagena, compartes tu trabajo con alumnos de instituto… Vives la poesía como un hecho íntimo, pero haces el esfuerzo de hacerla llegar a la gente.

Es que la poesía es un acto comunicativo. Yo tengo ese empeño cuando escribo. Intento edificar el poema desde la más pura sencillez para llegar a la más absoluta complejidad porque, en poesía, menos siempre es más.

¿Tienen los jóvenes hambre de poesía?

Tienen la poesía mucho más cerca de lo que creen. Muchas veces ocurre que hemos accedido a la poesía con planes educativos no del todo adecuados, que empiezan con la mística, que es la parte más difícil. Yo ahora leo a Santa Teresa o a San Juan de la Cruz y los disfruto, pero cuando me los ponían en el instituto era un horror. Es como darle a un bebé de biberón un bocadillo de jamón. Sería mejor, por ejemplo, mostrarles primero la generación del 50, que es supercercana. Eso les ayudaría a entender la poesía. A menudo los chavales piensan que no la pueden comprender, pero no es algo tan lejano como creen: Siguen a gente en redes sociales, les gustan músicos como Nach, que tienen una fuerza en las letras, mensajes potentes. Si les ayudas a verlo, entonces les empieza a interesar la poesía. Hay tantos poetas que les son asequibles: Benedetti, Ángel González, Neruda… Sería tan fácil que se enamoraran de la poesía… Tienen la edad ideal.

Ayuda mucho cruzarse con el profesor adecuado.

Claro, todos reconocemos en nuestra etapa de estudiantes a ese profesor que nos marcó, nos cambió. Mi profesora de literatura me hizo amar lo que nos enseñaba, desear escribir. Esa tutela, ese acercarnos a los libros con tantísima pasión, esa capacidad de escucharte… Para mí fue fundamental, porque la mecha estaba pero faltaba el fuego.

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