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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Las langostas corrían a nuestra costa

Xavier Latorre

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¡Qué listo el Ciudadano Zaplana, que diría el amigo Quico Arabí, con su dieta de la langosta! Por eso siempre ha estado tan escuchimizado. Seguramente, los cruceros personalizados, con sus amigotes a bordo, le brindaban la oportunidad de multiplicar sus negocios turbios en alta mar, esos que le han llevado a mover sus indebidas comisiones por diez países distintos y a codearse con lo más granado de los testaferros mundiales, construyendo una tupida red de sociedades fantasmas. Tanto navegar de gorra le mantenía la carrocería corporal tuneada por el sol en la cubierta de esos megayates. Muchos viajes, alguno con Julio Iglesias, pudieron servirle para firmar actas con notarios de medio mundo, para pedir los saldos de sus cuentas en paraísos fiscales y para cerciorarse de que un empresario sin escrúpulos había abonado sin rechistar la mordida correspondiente a tocateja.

El expresidente valenciano, y luego ministro y portavoz del gobierno Aznar, tenía una guardia pretoriana de consejeros que le imitaban y que saqueaban en su nombre o en el suyo propio. Las principales bandas de los Blasco y de los Cotino (cuyo líder espiritual actuaba también camuflado de director general de la Policía) y sus cuatreros secuaces metieron la pezuña y la mano -a cara descubierta- en varios departamentos. Se turnaron a la hora de vigilar a las ovejas. Aquellos infaustos gobernantes (más tarde con Camps a la cabeza del tinglado) no dejaron partida del presupuesto público sin expoliar, metieron el cazo en las ITV, en las resonancias magnéticas, en los molinos eólicos, en las ayudas a las ONGD, en los peajes de las autopistas, en los sistemas informáticos, en los contratos televisivos, en los hospitales privados, en la obra pública, en la construcción de colegios, en las visitas pontificias y en las residencias de la tercera edad. Todo a la vertiginosa velocidad de un bólido de Fórmula I, todo a plena luz del día, con la cara bien dura por delante y con la bendición mediática de periodistas que elogiaban en primera página las inmaculadas trayectorias de esos desalmados.

No es de extrañar que el dueño de Zara tuviera que hacer horas extraordinarias en su emporio textil para poder comprarnos por 30 millones un acelerador lineal para curar a enfermos valencianos de cáncer porque si hubiera sido por estos ilustres mangantes autóctonos no hubiera quedado en pie ni un mísero centro de salud. Tanto marisco debió producirles un empacho. Estos sibaritas del dinero ajeno -“vamos a sacar el máximo provecho a los impuestos de los ciudadanos”, proclamaba el cabecilla cartagenero de esa banda de malhechores- no sentían remordimientos ni se confesaban de rodillas ante ningún arzobispo. Las “ejemplares” biografías de esa “insaciable gentuza”, vertidas en los sumarios que acaban de ver la luz, se debería impartir en las aulas -sin PIN parental alguno- para su escarnio y para prevenir en el futuro otro brote de delincuencia organizada como la de de esos malandrines sin rubor.

Ahora el problema que se plantea es ambiental, ecológico. ¿Qué debemos hacer con tantas placas que les rinden tributo por doquier? Los ayuntamientos deberán preparar unos contenedores especiales dónde puedan arrojarse tantas lápidas conmemorativas esparcidas por ahí. En un contenedor deberían lanzarse las de mármol, en otro las de metacrilato y en el tercero, de otro color para no confundirse, depositar las de bronce. Todos los valencianos sufrimos con aquellos gobernantes una verdadera e insufrible plaga bíblica. Al “Langosta” le han logrado descubrir más de 11 millones de euros ilícitos y ha penado de momento con nueve meses de cárcel. Como directivo de Telefónica, ese dandy cobraba cerca de un millón de euros anuales, una retribución que le permitía sobradamente pagar los antojos gastronómicos que quisiera.

Això ho paguem nosaltres! Zaplana esquilmó los fondos marinos, sufrió una indigestión de órdago y ahora, por su culpa, todos los valencianos estamos a dieta severa.

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