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CV Opinión cintillo

Una epidemia muy selectiva

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Reinaba el desconcierto. Los bulos y mentiras se propagaban a la velocidad de un guepardo depredador. Una maldita epidemia asesina campaba a sus anchas por los Estados Unidos. Alarmados, sus vecinas Canadá y México cerraron sus fronteras y reforzaron los controles policiales. Algunos norteamericanos que presentaban fuertes síntomas fueron expulsados de ambos países y con la ayuda del ejército retornados sin miramiento alguno de vuelta al “paraíso” americano. La comunidad científica internacional y la OMS cavilaban confusos sobre aquel brote criminal que solo afectaba a los súbditos de un solo país, vale que al más poderoso y también al más pretencioso del planeta. ¿Cómo podían deducir que un patógeno hiciera una distinción tan precisa sobre los habitantes de un solo territorio físico? ¿Cómo podía aquel virus o lo que fuera discernir sobre el pasaporte de cada cual? Muchos investigadores ofrecían contradictorias versiones sobre ese contagio masivo; aquella enfermedad, que provocaba ya demasiadas muertes, desorientaba a muchos médicos, con muchos diplomas y trabajos publicados a cuestas. ¿Por qué afectaba principalmente a personas de raza blanca y con mucho músculo financiero en el banco?

Nadie supo interpretar por qué aquella escabechina alcanzaba solamente a los ricos. Cuanta más fortuna disponía el paciente, peores síntomas presentaba. Al parecer, los pobres eran bienaventurados porque ellos resultaban inmunes. Algunos quisieron esquivar a la muerte y alquilaron pisos desvencijados en barriadas inmundas y vistieron con ropas de segunda mano ajadas a ver si así podían dar esquinazo a la infección. Todo resultaba inútil. Muchos mendigos se apiadaron de los ricachones y los recogían en plena calle, o en los vehículos de alta gama de los propios enfermos, y los conducían a los hospitales. Algunas de aquellas personas agradecidas, con evidentes muestras de debilidad y medio aturdidas, les daban una jugosa propina, en forma de limosna, a aquellos menesterosos en las puertas del centro sanitario antes de su ingreso por Urgencias. Algunos indigentes las rechazaban: no ayudamos al prójimo por dinero, alegaban.

Los inmigrantes y personas sin techo que dormían a la intemperie no daban crédito a lo que sucedía. A los ciudadanos de a pie les indujeron a pensar que era una conspiración orquestada desde algún país extranjero, una conjura antiamericana. Hubo explicaciones para todos los gustos. En cadenas de televisión como la FOX aparecían expertos que recitaban sandeces -instantes antes de palmarla en directo en el propio plató- y que hablaban de complots progresistas a las órdenes de Soros, de experimentos estrambóticos con animales por parte de ecologistas rabiosos, de feministas vengativas que habrían envenenado los depósitos de agua de las ciudades o de una maniobra sucia y repugnante de los escasos gobernadores demócratas que aún resistían al frente de algún estado; unos territorios donde la incidencia de la calamidad era mucho menor, lo que alimentaba las más heterogéneas sospechas. Por el contrario, el agente que provocaba la enfermedad actuaba con más virulencia en las demarcaciones donde los trumpistas gozaban de un mayor apoyo electoral.

Patrañas, no es admisible hablar de una epidemia selectiva, aseveraba en rueda de prensa Robert Kennedy Jr, secretario de Salud del gobierno federal. Las vacunas que han descubierto unos laboratorios daneses no son más que placebo. No curan, afirmaba con furia este negacionista del COVID; además provocan daños irreversibles en el sistema inmunitario, concluyó. Al día siguiente fue cesado por bocazas. Efectivamente, la vacuna era útil para atajar aquella extraña enfermedad que se iba propagando por los barrios más privilegiados de las grandes ciudades. En el mercado negro, los viales para ser inyectados a los ya contagiados desaparecían en un santiamén tras ser comprados a precios siderales.

El presidente de la nación dictó una orden ejecutiva para proceder a la compra de grandes lotes de ese preparado fabricado por un laboratorio nórdico. Fue entonces cuando la presidenta del gobierno danés, respaldada por la mayoría de países europeos, declaró que impondría unos gravámenes del 300 por ciento a las exportaciones de ese remedio milagroso a los Estados Unidos. Desde Bruselas se exigió la devolución inmediata de Groenlandia a Dinamarca y la reversión de todos los acuerdos suscritos a la fuerza. También se instó al cierre en pocas semanas de las bases que los marines norteamericanos disponían en aquellos gélidos parajes, anexionados hacía unos pocos años por la administración Trump. Para completar la mala racha de los Estados Unidos, resultó que el principio activo de aquel fármaco se encontraba en grandes cantidades en Ucrania. Sin duda, estaban gafados.

La situación se fue agravando. Muchos la espichaban sin llegar a recibir tratamiento alguno. Las asistentas latinas dejaron de recoger los cadáveres en aquellas mansiones de ensueño. Se largaron de estampida voluntariamente hacia sus países de origen. La prensa independiente averiguó que en la Torre Trump se almacenaron cantidades enormes de dichas vacunas, debido a la muerte súbita por culpa de esa patología del que fuera presidente del país. Estas reservas habían caducado a los pocos días al no ser administradas a nadie. Un prestigioso periódico criticaba en su editorial la falta de empatía y la nula solidaridad demostrada por los herederos de aquella cuantiosa fortuna que habían dejado malograr aquellas partidas. Multitudinarias manifestaciones callejeras exigían que fueran condenados a severas penas de cárcel.

Los barrios más chic habían sido abandonados. Esos distritos residenciales eran ahora suburbios inhóspitos y vacíos; se habían convertido en zonas intransitables, agónicas. Ya no circulaba el metro hasta aquellas paradas, ni siquiera los taxis querían acercarte a dichas zonas malditas. Los ladrones dejaron el pillaje y el saqueo de aquellas moradas: el miedo a contraer aquella enfermedad hacía que los delincuentes desechasen la oportunidad de negocio que se les abría.

Aquella insólita epidemia se prolongó durante tres años largos hasta que se dio por sofocada la alarma. En todo ese tiempo, el Dow Jones y otros índices bursátiles se habían desplomado abruptamente; el paro emergió hasta porcentajes nunca vistos. Estados Unidos era un país devastado que necesitaba de forma urgente ayuda internacional y fuertes inversiones solidarias. Europa se desvivió para mandar ingentes cargamentos de ayuda humanitaria: alimentos, plantas potabilizadoras de agua, medicinas básicas… Muchos ciudadanos, que habían salvado el pellejo por los pelos, optaron por no tentar la suerte. A partir de entonces se negaron a salir de pobres; sabían lo ocurrido con los ultrarricos, recordaban cómo Elon Musk y Jeff Bezos fueron de las primeras víctimas mortales de esta plaga bíblica. El paciente cero se ubicó, tras diversos análisis, en la sede central de la compañía Meta ubicada en Delaware, como consecuencia se cree de unos experimentos fallidos con algoritmos biológicos de última generación. Pobre gente. La mayoría en adelante decidió ser feliz con lo puesto.

En ese momento de debilidad emocional, en el que Gabriel sentía una pena infinita por esos todopoderosos ricachones fallecidos por el feroz ataque de aquel bichito microscópico, se oyó una atronadora voz desde la cocina de su casa. ¡Gabyyyyy, la comida está servida y se enfría! Eran los amenazantes gritos de su madre, harta ya de la actitud de su hijo. Sal inmediatamente de tu cuarto, advirtió tajante. ¿Me has oído?... Deja ya de escribir cuentos de ciencia ficción y dedícate a estudiar. Tienes que ser un hombre de provecho el día de mañana… Te he hecho pollo empanado, no te quejarás.

Voyyyy, respondió sumiso con aire de fastidio aquel fantasioso adolescente.

Mamá, ¿tú crees que soy un poco woke“?

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