No me llames Dolores, llámame Alberto
Para gustos los colores… y los nombres. El nombre es nuestra carta de presentación. Su sonido llega a los oídos del otro mucho antes de que su mirada pueda especular al vernos sobre si nuestros ojos son realmente el espejo del alma. Por eso la elección de nuestros progenitores para denominarnos nos marca de por vida. A veces para bien. Y en ocasiones para nuestra desgracia, como evidencia el gran número de personas que, descontentas con el nombre que les cayó en suerte, aspiran a cambiarlo. La controversia nominalista está tan extendida que hasta Concha Piquer supo sacarle partido allá por los años cuarenta gracias a una letrilla de Rafael de León con música de Quiroga: No me llames Dolores,/llámame Lola,/que ese nombre en tus labios/sabe a amapola.
No sé si buscando también ese sabor a amapola, lo cierto es que estos días nos ha sorprendido el molt honorable con el mismo deseo: lo que quiero es que el ciudadano me llame Alberto. El president intenta así poner en práctica la primera lección de su entrenador en liderazgos, presentándose como un dirigente cercano, capaz de compartir las ilusiones y preocupaciones del ciudadano anónimo. Más aún, aspira a convencernos de que, como nosotros, él también forma parte de ese colectivo vital que es la gente común, renegando así de esas torres de marfil que con tanta facilidad habitan los gobernantes. Y de paso, claro está, intentar librarse del sambenito que carga por culpa de un apelativo tan marcado de corruptela y fétidas reminiscencias como es el apellido Fabra.
Comprensibles deseos los de Albertillo, aunque algo exagerados. No solo porque somos muchos quienes desde los lejanos tiempos escolares hemos acabado siendo más conocidos por el apellido que por el nombre de pila, sino también porque esa identificación primaria con el político solo está reservada a unos pocos elegidos en este país. Únicamente González logró llegar a presidente del gobierno siendo conocido simplemente como Felipe. Claro que eso ocurrió cuando todavía era Felipe y respondía a las ofertas para formar parte del consejo de alguna multinacional con un rotundo “de entrada no”.
Fuera del político sevillano, el privilegio de ser reconocido por los ciudadanos directamente por el nombre solo está reservado al rey de todos los españoles, tal vez porque el apellido Borbón pesa como una losa tan implacable o más que la de Fabra. Eso así, en el caso de Juan Carlos este uso fue fijado a golpe de decreto y campaña mediática, unos recursos fuera del alcance del aspirante a líder del PP valenciano. De hecho, ni siquiera parecen estar al alcance del heredero al trono de España, que por el momento ve resignado como sigue siendo el Príncipe Felipe sin que su nombre sea capaz de cortar ataduras con el título dinástico pese a los intentos de la televisiva Leti por romper distancias.
Aunque, sin duda, la prueba del titánico trabajo que le espera a Fabra si quiere convertirse en el sencillo Alberto, es el caso de Suárez, donde ni siquiera el olor de santidad con el que se le ha envuelto con motivo de los homenajes tras su reciente y anunciada muerte, ha logrado transformarlo en un entrañable Adolfo. No extraña por ello que el único que hasta la fecha ha logrado imponer por su voluntad un nombre propio, sin apellidos ni guarismos de continuidad dinástica, haya sido el papa Jorge Mario Bergoglio, conocido ya simplemente como Francisco. Ahora bien, no hay que olvidar que el argentino ha llegado a pontífice por inspiración divina, mientras que el político de Castelló a lo máximo que puede esperar es a la bendición de la calle Génova.
Por lo demás, bien haría Fabra en recordar que suele ser estéril tratar de contrariar los hábitos del personal a la hora de ponernos nombres, apellidos y hasta apodos. Porque, en el fondo, desconfiamos de alguien que rechaza la forma en que hemos decidido llamarle y pensamos que sus deseos esconden alguna inconfesable motivación. Por mucho que nos asegure que solo pretende ser más cercano. Incluso aunque, como nos cantaba la Piquer, nos lo pida por amor: Si te llamas Francisco,/llámate Antonio,/que Antonio se llamaba/mi primer novio.