Encender una hoguera
Mijaíl Gorbachov es un personaje histórico crucial del siglo XX que, sin embargo, despierta poco afecto, cuando no directamente odio, en el ambiente ultranacionalista que impera en la Rusia actual. Estos días en que nos estremecen las imágenes de ciudades ucranianas en ruinas con las calles sembradas de cadáveres tras la invasión militar rusa, no está de más recordar un documental de Werner Herzog filmado en 2018, Meeting Gorbachov (Conociendo a Gorbachov), en el que el último presidente de la URSS repasa su vida. Es como una melancólica ventana a otro mundo, el del final de la Guerra Fría, que alberga las claves de lo que ocurre ahora mismo. Conversan el cineasta alemán y el político de la glásnot y la perestroika, de la democratización, la reestructuración y la apertura, sobre los principales acontecimientos de aquel periodo y Gorbachov se muestra como una rara avis que llegó con un nuevo talante a la cima del poder en 1985 tras la decadencia de la gerontocracia comunista (en apenas tres años murieron dos sucesores del anciano Breznev, los no menos ancianos Andropov y Chernenko).
A aquel político (joven para los estándares de un régimen anquilosado y en crisis, socavado por una ineficacia y corrupción simbolizadas en el accidente de la central nuclear de Chernóbil de abril de 1986) que retiraría las tropas de Afganistán y sorprendería a Occidente al negociar con el presidente estadounidense Ronald Reagan la destrucción de una parte del armamento nuclear (un desarme en el que asegura que la premier británica Margaret Thatcher no creía) y al apoyar la primera Guerra del Golfo tras la agresión del Irak de Sadam Hussein a Kuwait, le tocó lidiar con la caída del muro de Berlín y la reunificación de Alemania. Del territorio de la RDA retiró las tropas soviéticas y con el canciller de la RFA, Helmut Kohl, negoció el famoso tratado “Dos más cuatro”, por el que las cuatro potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial (EE.UU, URSS, Reino unido y Francia) asumían que fueran los dos estados alemanes los que determinaran su futuro. También evitó cualquier intento militar de reprimir las revoluciones democráticas de los países del telón de acero, incluyendo una Hungría sobre la que dijo que, mientras él estuviera al mando, los tanques rusos no volverían a entrar en Budapest, como habían hecho en 1956 para sofocar otro intento democratizador y repitieron en 1968 contra la Primavera de Praga.
Pero el proyecto de Gorbachov, compartido por el movimiento pacifista de la época, de una “casa común europea”, en la que desaparecieran la OTAN y el Pacto de Varsovia, no salió como deseaba. El mantenimiento de una cierta integridad de la URSS, en pleno proceso de reformas, probablemente hubiera sido necesario para hacerlo viable. Sin embargo, el intento de golpe de Estado de los elementos más intransigentes del aparato comunista y de la KGB en agosto de 1991 precipitó su desintegración. Boris Yeltsin, que se alzó contra el golpe de Estado con el apoyo de la inteligencia norteamericana (consciente de que la mayoría de las unidades del ejército no apoyaban la intentona), lideró desde la Federación Rusa el vertiginoso desmontaje del sistema soviético que llevó a la independencia de las repúblicas que habían formado parte de él y, en definitiva, a la dimisión del último presidente de la Rusia soviética. Entre las bambalinas de quienes apoyaban a Yelstin se movía ya quien sería su heredero, un antiguo espía del KGB que en el documental aparece tangencialmente, presentando sus respetos en el sepelio de Raísa, la esposa de Gorbachov. Aquel personaje llamado Vladímir Putin, paradójicamente, acabaría afirmando que la disolución de la URSS fue “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. Y en nombre de esa idea está causando una guerra atroz sobre territorio europeo en pleno siglo XXI.
En su conversación con Werner Herzog, Gorbachov confiesa: “A día de hoy, todavía lo lamento”. Y añade que considera la caída de la URSS, y el consiguiente fracaso de una transición ordenada, “un problema personal”. Sabe Gorbachov que en la Rusia de Putin le atribuyen en buena medida aquel acontecimiento catastrófico del que, sin embargo, él hace responsables a quienes trataron de apartarle del poder y que califica de “temerarios” y a quienes lo echaron fuera efectivamente sin ahorrarle algunas dosis de humillación. “No soy vengativo”, dice en alusión a la opinión que conserva de Yeltsin, pero critica a los que prefieren “encender una hoguera para fumar en lugar de encender una cerilla”.
Putin, con su brutal invasión militar de Ucrania y la involución hacia un régimen autocrático, ha demostrado ser a la vez un “temerario” y uno de aquellos que prefieren encender una hoguera. Y nosotros asistimos con el corazón encogido a esos testimonios llegados de Ucrania que nos recuerdan la trágica escena final de la novela Liberación, del escritor húngaro Sandor Márai, en la que su protagonista, Erzsébet, ve entrar en el sótano donde ha permanecido escondida de los nazis al primer soldado ruso.
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