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Pablito y la polarización

José Ramón García Bertolín

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Afirmar que las abejas polinizan y los políticos polarizan es lanzar algo más que una frase ocurrente en busca de afortunada rima, es constatar los resultados de la función que dos grupos muy a menudo considerados molestos realizan en esta sociedad. La polinización es el proceso de transferencia del polen desde los estambres hasta el estigma o parte receptiva de las flores, donde germinan y fecundan los óvulos haciendo posible la producción de semillas y frutos. Nada menos. Una extraordinaria función social que nos compensa de algún desafortunado picotazo o leve molestia cuando esos bichos se aproximan peligrosamente a nuestra mermelada matinal. Una labor grandiosa que nos ha permitido, o al menos nos ha ayudado, a llegar hasta aquí desde eso que tan típicamente solemos llamar la noche de los tiempos. Muchos frutos que nos alimentan de forma sostenible, sana y equilibrada dependen de la polinización, que condiciona el ciclo de la vida, las nuestras y la de los demás. Polinizar es una labor de transferencia que garantiza algo tan importante como poder satisfacer las necesidades energéticas y hacer posible la reproducción que hace posible la supervivencia de la especie.

Los polinizadores intercambian materia y energía. ¿Pero qué intercambian los políticos, la mayoría de esos señores y señoras a los que otorgamos nuestros votos cada cierto tiempo con el objetivo de que gestionen esta sociedad o, por lo menos, no nos lleven a la ruina total? Ellos en lugar de polarizar como abejas laboriosas, como insectos creadores de vida, se dedican a polarizar y a enfrentar con estrategias e ideologías irreconciliables que trasladan a la sociedad para que esta se encabrone más y más cada día que pasa. Créame el lector que escribí esto antes de la deriva del Procés, antes de que la situación en Catalunya, tan estridente, tan violenta, tan divergente, tan polarizada, se nos llevase la alegría y el optimismo y todos nos condujese al desastre.

El espectáculo de la polarización pasa por no aceptar nunca que el contrario puede llevar la razón, o un poco de razón, por pensar que todo lo suyo o lo que viene de el, de ellos, de los otros, está forzosa y rematadamente mal, sin términos medios, por lo que no hay que cederle ni un punto en un partido que deviene en contienda. Resulta tan poco edificante ese o conmigo o contra mí, sin posibilidad de aciertos parciales ni medias tintas, que cuando toca valorar la función social del cargo polarizador, esa por lo que tan generosamente son compensados quienes la ejercen, mientras a cualquier tele operador le concedemos generosamente notables altos y sobresalientes cuando nos pregunta por cervezas o desodorantes, en un alarde de empatía y fraternidad universal, o para que se gane la vida, si preguntan por este o aquel político, por su competencia, a quienes navegan sin bandera de conveniencia ni militancia partidista a piñón fijo, les cuesta dios y ayuda conceder más de un tres y medio (tirando por lo alto). El desprestigio de la clase política, o su capacidad para defraudar expectativas, es un mal mayor para la sociedad y , por ende, una barbaridad que nos lleva a desentendernos y dejarlo todo en las manos y los votos de los más polarizados. Los demás optan por retirarse o apenas a depositar en los polarizadores más afines una incierta y vaga confianza con la nariz tapada, con la remota y casi siempre traicionada esperanza de que esta vez lo hagan bien.

Últimamente hasta se diría que una parte de la tribu polarizada se conforma con que no nos roben, con que no metan mano al cajón, a sabiendas de todo lo demás: su derrame de soberbia, su desparrame de sectarismo, su inevitable conversión en ese Pablito eterno, de ayer, de hoy y de siempre, al que solo se acaba de conocer cuando le das un carguito. Y así vamos dando en un no creer en nada, asumiendo que se asiente en nosotros una distancia que no siempre es olvido, y procurando que dejen en paz a las abejas y a nosotros no nos fastidien demasiado.

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