Sin Venecia y sin ti (reflexiones tridentinas)
Irrumpí en Italia como Aníbal, por los Alpes y a toda velocidad (era de bajada), aunque sin elefantes. Me recibió el borrachín de un pueblo de nombre extraño (Oulx), quien a los cinco minutos ya estaba despotricando de su país (“pagamos impuestos como en Finlandia y vas al hospital y te tratan como a una mierda”). Por supuesto, era del Toro y odiaba a la Juve; en consecuencia, nos fumamos un pitillo a la salud de don Rafael Martín Vázquez.
No pude esquivar Turín pero sí, Milán; así que dediqué las siguientes dos jornadas a atravesar la Llanura Padana hasta enfilar el Lago di Garda y reencontrarme con los muy tentadores y algo traicioneros Alpes.
Para atajar hacia Berlín, renuncié a profanar la codiciada Venecia con mi ajado culote de cicloturista y mi jeta de guiri algo tostado; en realidad, la esquivé porque Tadzio también partió y “Venecia sin tu amor es más fría y más gris y no tiene el encanto que hacía soñar.”
Hasta Pavía, un sábado de ferragosto en septiembre, el agro piamontés me acompañó entre arrozales eternos y pueblos somnolientos. La Lombardía, un domingo cualquiera, me mostró esa Italia del vals y del café de Francesco de Gregori: la de las pequeñas ciudades de paseantes despreocupados (l’Italia che non ha paura) a la hora del capuccino en Lodi y a la del Martini o el Campari en Crema, provincia de Cremona.
La Italia provincial y provinciana no me hizo olvidar que muchos de esos elegantes ciudadanos votaron hasta llevar el fascismo al palazzo Chigi, aunque me consolé pensando que los italianos son lo bastante ingeniosos como para inventar el totalitarismo a la vez que, con una proverbial negligencia, dejan para otro día y para otros más aplicados ejecutarlo hasta sus últimas consecuencias. Solo espero que la signora Meloni siga el ejemplo de sus antecesores.
Como para compensarme de estos turbadores pensamientos, esas pequeñas ciudades —más bien pueblos grandes— también me evocaron una cierta idea de civilidad, tan mediterránea: la salida de misa, la calle como lugar de encuentro, el aperitivo y la sobria ebrietas que incitan al diálogo en un ágora soleada y tranquila, conducente a ese equilibrio hipocrático y vitivinícola al que apela Maria del Mar Bonet para curar los males del cuerpo y del alma.
Por suerte, no había hordas de turistas y, hasta yo mismo y mi bicicleta (muy a nuestro pesar) llamábamos discretamente la atención de algunos viandantes, como una cierta presencia extraña y algo molesta.
Al día siguiente, remonté el majestuoso Garda y llegué a Trento, zona de transición con el área germánica: limes antiguo y actual, cuya ubicación e idiosincrasia debieron de propiciar su elección como sede del concilio con el que la Iglesia Romana fue tirando durante tres siglos; hasta que la fe del carbonero resultó insuficiente y el carbonero migró con su carbón y sus creencias hacia lugares que no lo amenazaban con ningún infierno y le prometían el paraíso en la Tierra. Le siguieron el obrero textil y el metalúrgico y, en ocasiones, hasta el manso y poco fiable, en términos revolucionarios, campesino.
Fue entonces cuando la Santa Madre decidió volver al Vaticano para, en dos ocasiones, ponerse al día con el mundo: un aggiornamento que aún colea, a pesar de los ingratos esfuerzos de Juan XXIII, Francisco y, Dios lo quiera, León XIV.
En Trento intentaron reparar un cisma cuando ya era tarde y el mal estaba hecho. La Reforma de Martín Lutero y otros iluminados amenazaba derrumbe. Murieron millones y, hasta hace cuatro días, en la verde Irlanda se mataban por las calles en nombre del Papa o la Reina de Inglaterra, además de por otras variadas razones.
Lo más sangrante es que, cinco siglos después, la principal disputa teológica que separó a Lutero de Roma —la justificación por la fe o por las obras— está resuelta y, según reconoce la actual doctrina católica cuando ya no importa a casi nadie, el fraile agustino (como León XIV) tenía, en esencia, razón. El de Galileo no es el único ni el último eppur si mouve en el historial de infamias vaticanas.
Las matanzas prosiguen; nunca cesaron. En Gaza hay en marcha un genocidio porque los supuestos representantes políticos del pueblo elegido han decidido que sobran dos millones de personas. A los gobernantes del Estado de Israel no les ha importado dilapidar dos mil años de sabiduría rabínica, tres siglos de pensamiento histórico-crítico hebraico y toneladas de compasión y solidaridad, obtenidas a su pesar por el Pueblo de Israel tras el Holocausto, para alcanzar los últimos objetivos militares en una campaña de limpieza étnica que ya ha puesto en peligro el proyecto sionista y, peor aún, podría devolver a millones de personas a los terribles senderos del eterno y desventurado judío errante.
Los ciclistas de la Vuelta a España, y sus equipos y patrocinadores, no se apean de la bicicleta, aunque sean colaboradores necesarios en la promoción de un estado criminal
Mientras, los ciclistas de la Vuelta a España, y sus equipos y patrocinadores, no se apean de la bicicleta, aunque sean colaboradores necesarios en la promoción de un estado criminal. De la complicidad de la propia Vuelta y la UCI, ni hablemos; como la FIFA (Argentina, 1978) o el COI (Berlín, 1936) en otras ocasiones. Nada nuevo bajo el sol.
Yo me he tenido que bajar de mi ‘burra’ (por las alforjas) durante un día en el sur del Tirol; la lluvia (se hablaba hasta de posibles nevadas en los puertos) me ha dejado varado en Meran (Merano, en italiano).
Tal vez se tratara de un casi paternal castigo divino ya que, llegando a Bozen (Bolzano), pasé por el almacén de Marlenes de los Alpes y arranqué una. Debajo del manzano, como San Juan de la Cruz, no vi ni a Eva ni a la serpiente, así que la mordí motu proprio sin pestañear ni dejar de pedalear. Estaba tersa, lustrosa y crujiente. Como buen Adán hambriento, me la comí entera. Ya que pecas, déjate caer hasta el fondo, aunque el pecado, en este caso, fuera más bien venial y muy poco original.
Por no ser, un hurto famélico no es ni delito. Pero lo confieso en público y ante Nuestro Señor y así, a la manera protestante, evito acudir al tan tridentino confesionario. En compensación, rezaré un par de Avemarías como penitencia. Solo espero y deseo, y no solo para mí, proseguir esta singladura hasta Berlín en paz.
Desde lo alto del Paso del Brenner, con Innsbruck a mis pies, murmuro y suplico con la voz “de amor herida” del sublime abulense y la inefable melodía de Amancio Prada: “Por las amenas liras y canto de sirenas os conjuro que cesen vuestras iras y no toquéis al muro, porque la esposa duerma más seguro”.
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