¿Entendemos la desinformación?
Los avisos sobre el peligro de la proliferación de mentiras en el espacio público se han hecho omnipresentes. Las alarmas sobre el riesgo de normalizar la posverdad están por todas partes. La amenaza de la ola ultraderechista asoma a las primeras páginas de los diarios. Todo estaba a la vista.
Lo que quizá no era tan visible, lo que veníamos necesitando era que se trazara la línea de puntos que conecta esos peligros: la indiferencia hacia la verdad, el pseudo periodismo de las fake news y el ataque del populismo autoritario contra la democracia.
Necesitábamos analizar esos tres universos en su interacción, para entender que la amenaza es sistémica y nos incumbe a todos. Sin una ciudadanía avisada y despierta no tenemos salvación. Aunque la verdad no esté de moda, sigue siendo clave responder a la pregunta: ¿cuánta verdad soportan las dictaduras y cuánta mentira las democracias? Esa era la cuestión de fondo. Esa es la pregunta que hay que tener en mente cuando observamos lo que pasa con la posverdad, el posperiodismo y la posdemocracia.
Posverdad
Acabo de leer en El Salto, un digital intachablemente de izquierda, una larguísima entrevista con una joven promesa de la filosofía posmoderna, Laura Llevadot. Ella se proclama “postfundacional”, porque cuestiona tanto los presupuestos de la modernidad como los propios fundamentos de la filosofía. Empezando en la “deconstrucción” de Jacques Derrida y añadiendo suficiente anarquismo, el resultado es una filosofía “antinormativa”. Prometo leerla con atención, pero ya me parece muy ilustrativa del tono actual de la filosofía, tras más de medio siglo de énfasis en lo lingüístico. El gran descubrimiento parece ser la huida de toda normatividad. Así que la consigna es mantenerse lejos de Kant y, sobre todo, de Habermas. Esta joven filósofa dice que eso de explorar las fronteras del “ser y el deber ser” no es más que un residuo autoritario del pasado. ¡Huyamos, pues, de lo normativo!
Sin embargo, déjenme que pregunte desde la ignorancia filosófica: ¿cómo hacemos para diseñar un escenario social acorde con la condición humana? o, más modestamente, ¿cómo organizamos una conversación pública que sostenga el funcionamiento de nuestra democracia, sin tener ni idea de cuáles serían las condiciones ideales del diálogo? ¿Cómo podríamos mejorar la existencia, sin el acuerdo mínimo sobre qué es “la vida buena”, ese elevado ideal de la sabiduría clásica?
Tengo la sospecha -pero ¿quién soy yo para sospechar? - de que esto de la antinormatividad es una adaptación filosófica al mundo sin reglas en que nos ha metido la globalización. En lugar de definir cómo deberían ser las cosas, que la gente componga identidades y filosofías “a la carta”. Eliges los ingredientes del muestrario y el rider te lo acaba llevando a casa. Es la clase de libertad que el neoliberalismo vende para no hablar de igualdad.
Posperiodismo
Las opiniones se van a volver turbulentas en cuanto se empiece a hablar de las iniciativas legales para controlar las fábricas de bulos y los seudo medios que las alimentan. Vamos a ver enseguida cómo las derechas, todas las derechas, se aprestan a defender la libertad de mentir en el espacio público. No podemos equivocarnos en esto: no se trata de restringir ninguna libertad, sino de asegurar la responsabilidad, es decir, quien habla en el espacio público lo hace bajo su identidad y ésta debe quedar registrada en alguna parte. Las grandes plataformas de redes sociales (Meta, X o Tik Tok) tendrán que responsabilizarse alguna vez de los contenidos que transmiten, ¿o no? Una cosa es comunicar y otra informar. Lo primero está protegido por la libertad de expresión, mientras no incite al odio o la violencia. Lo segundo está regulado por el derecho a la información. Y conviene no olvidar que las mentiras no son información. Si no desarrollamos narrativas poderosas, capaces de competir con los relatos conspiranoicos sin renunciar a la facticidad, el periodismo habrá perdido su función histórica. En tiempos de “malismo”, el cinismo se vuelve reaccionario y es preciso volver a la épica. En esas nuevas narrativas hay que asignar un papel lucido a la gente corriente, en la defensa de la vida, en el rescate de la democracia.
Posdemocracia
Hace 103 años de la Marcha sobre Roma y todos tenemos cierta sensación de “déjà vu”. Algo como “¿esto no lo hemos visto antes?”. Hace 100 años era el fascismo en Italia, Alemania, Hungría, España, etc. Ahora es el populismo de Trump, Milei, Orbán o Putin. Ya sé que no es igual, pero no me negarán que rima.
Quien quiera ver el catálogo de contrarreformas que conducen a la posdemocracia, cómo se desmonta el entramado de instituciones y derechos que habíamos trabajosamente construido, no tiene más que observar la secuencia de órdenes ejecutivas del nuevo inquilino de la Casa Blanca.
- Sus medidas contra la inmigración no pretenden tanto reducir el contingente de inmigrantes, como generalizar el miedo, un modo efectivo de desalentar la crítica ciudadana.
- Las amenazas a jueces y funcionarios celosos de su deber frente a la arbitrariedad, juega también en la misma dirección.
- La persecución al pluralismo periodístico y la venganza presupuestaria y policial contra las universidades críticas, abundan en ese designio.
- La reducción salvaje de las partidas destinadas a inclusión social y ayuda al desarrollo, se acompañan de un discurso descalificador, para deslegitimar toda resistencia.
Pasaron los tiempos de aquel asesor de Clinton que gritaba “¡es la economía, estúpido!”. Ya no es la economía lo que mueve el voto. “¡Es el miedo, estúpido!”. Por todas partes el propósito parece siempre arrebatar a la ciudadanía la seguridad sobre su entramado de derechos cívicos. Que dejen de soñar con que los tienen y sepan que dependen de la voluntad del poder.
Si esto no es la tiranía de siempre, que venga dios y lo vea.
Pepe Reig reflexiona sobre estas y otras ideas en su libro En manos de la desinformación. Posverdad, posperiodismo y posdemocracia (Catarata, 2025).
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