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La legitimidad de la Transición no da más de sí

El rey emérito, en una imagen de archivo

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En repetidas ocasiones he recordado en las entradas de este blog algo que he enseñado a lo largo de toda mi vida académica a los alumnos de la Facultad de Derecho de Sevilla: que el Estado Constitucional es el resultado de la combinación de un principio de legitimidad y un principio de legalidad. El principio de legitimidad está exclusivamente en la Constitución. El principio de legalidad, en el resto de las normas que integran el ordenamiento jurídico.

En el principio de legitimidad descansa tanto el sistema político como el ordenamiento jurídico de todo Estado democráticamente constituido, aunque dicho principio de legitimidad no da respuesta a ninguno de los problemas que se nos plantean en la convivencia. A los problemas se da respuesta a través del principio de legalidad. Pero se da respuesta a través de este principio, porque el principio de legitimidad no se discute. Cuando ese principio de legitimidad ha dejado de ser aceptado de manera muy mayoritaria, el principio de legalidad se desmorona. Porque el principio de legitimidad no resuelve ningún problema, pero posibilita que se pueda dar respuesta a cualquiera que se presente a través de las normas aprobadas por órganos democráticamente constituidos. En todos los niveles de la fórmula de gobierno: estatal, autonómico y municipal. El principio de legitimidad no resuelve directamente nada, pero sin él no se puede resolver nada.

La renovación del principio de legitimidad es la operación político-constitucional más importante de la democracia como forma política. En dicha renovación descansa la supervivencia pacífica de la democracia. Debe hacerse a través del procedimiento de reforma previsto en la propia Constitución. Por eso, la reforma es una institución exclusivamente constitucional. Forma parte del propio concepto de constitución. Esto no ocurre con ninguna otra de las normas jurídicas resultado del principio de legalidad.

Cuando un Estado democráticamente constituido no es capaz de renovar su principio de legitimidad mediante el procedimiento de reforma previsto en la Constitución, se condena a abrir un proceso constituyente de nuevo cuño a través del cual se exprese el nuevo principio de legitimidad, sin el cual no es posible la normalidad democrática.

Esto le ha ocurrido a España a lo largo de toda su historia constitucional. Nunca se ha hecho uso de la reforma constitucional. En esto se diferencia de todos los demás países europeos occidentales sin excepción. El Estado Constitucional español se ha ido expresando a través de sucesivos procesos constituyentes ante el agotamiento del principio de legitimidad incapaz de renovarse mediante el procedimiento de reforma.

En bastantes países europeos ha ocurrido lo mismo antes del final de la Segunda Guerra Mundial y en algunos incluso después. Pero ya no es así. La reforma constitucional se ha convertido en el procedimiento comúnmente aceptado para la renovación del principio de legitimidad, del que se hace uso con regularidad.

España sigue siendo la excepción. Ha sido el último país de Europa occidental que se constituyó democráticamente tras la muerte del general Franco y lo hizo disfrazando una Restauración monárquica de Transición a la democracia. Mirando al pasado predemocrático para resolver el futuro. Sin la amnesia constituyente (Bartolomé Clavero, Marcial Pons), que se extendió a la Segunda República y al Régimen del General Franco, no hubiera sido posible esa operación de dar gato por liebre. Operación que, como ha escrito Josep María Vallés, “Peligros de la desmemoria”, (El País 23 de marzo), no es inocua, sino todo lo contrario.

El destrozo que había supuesto el Régimen nacido de la Guerra Civil fue de tal magnitud, que hasta una forma tan viciada de origen pudo operar durante varios decenios con legitimidad muy mayoritaria en la sociedad española. Pero las Restauraciones no son capaces de renovarse y la legitimidad de la que arrancan acaba agotándose. 

La legitimidad de la Segunda Restauración está agotada desde hace varios años. La penosa moción de censura a la que hemos asistido esta semana ha venido a subrayarlo. Ha sido un espectáculo triste, en el que un partido “franquista” (Iñaki Gabilondo), como es Vox, ha recurrido a un protagonista de La Transición, que ha dejado una imagen actual tan patética de sí mismo como de la fórmula política a cuya génesis contribuyó.

Si había alguna duda de que la legitimidad de la Transición ya no da más de sí, la moción de censura del franquismo con Ramón Tamames como candidato ha venido a despejarla.  

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