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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Alfonso Guerra

Alfons Cervera

Ahí lo tienen. Aquí lo tenemos. Como uno de esos fantasmas del pasado que siempre vuelven, que nunca se acaban de ir del todo. El abuelo Claudio nos contaba en Gestalgar historias de muertos y desaparecidos como si fueran historias que él se inventaba, aunque en realidad, sin que a lo mejor lo supiera, estaba contando lo que pasaba de verdad en aquel tiempo. Salían fantasmas en aquellos relatos que crepitaban como lucecitas a la lumbre del invierno en la casa junto al río. Los fantasmas de mi abuelo regresaban cuando mi hermano y yo nos íbamos a dormir cagados de miedo por las noches.

Algo parecido me pasa, sesenta años o más después de aquellas noches, cuando abro un periódico y me veo a Alfonso Guerra como si fuera un espectro surgido de los tiempos remotos. Y más aún me pasa lo de entonces cuando leo lo que dice. Cuando habla del independentismo catalán y los estatutos de autonomía, de una Constitución que es como ese plano del tesoro que al desplegarlo vemos que tiene más costurones que el pobre Frankenstein, de esa Patria inviolable que comparte con lo más rancio de la España única y no todo lo libre que nos gustaría a mucha gente. Es entonces cuando suena su voz de ultratumba. Lo peor es que aún se cree que lo que dice va a misa, como cuando sus chistes sobre Adolfo Suárez (y los de luego sobre Aznar y Rajoy, incluso sobre Rodríguez Zapatero) se convertían en auténticos Trending Topic de la época. Llegó a las puertas de la democracia desde el Congreso socialista de Suresnes, con Felipe González y el clan andaluz de la tortilla, y empezó ahí su carrera de gracioso y socarrón en las afueras del partido, mientras dentro imponía un reglamento de ortodoxia orgánica que condenaba la disidencia a unas cruelísimas galeras que no hubiera envidiado el mismísimo e ilustre manco de Lepanto.

De 1982 a 1991 fue vicepresidente del gobierno. Y sin perder tiempo, habría de ser de los primeros en apuntarse al carro de los nuevos ricos, a los chollos de las corruptelas que viajaban en avión para evitar atascos o para abrir algún despacho familiar a costa del erario público. Ahora bien: lo suyo, lo de Alfonso Guerra, siempre aparecía como envuelto en una lustrosa pátina de intelectual a deshoras, de un despotismo ilustrado que se dejaba sentir en sus chascarrillos y en las invectivas a ratos ingeniosas contra sus enemigos políticos, ya fueran, esos enemigos, de dentro o fuera de su propio partido. Un día desapareció de la primera línea política, y hasta algunos llegaron a pensar que ese apartamiento era debido a sus diferencias “de clase” con su jefe y examigo Felipe González. Nada menos: diferencias de clase entre uno y otro. La única diferencia entre los dos era muy simple: a ver quién tenía más poder dentro del partido. Y ganó el presidente del “marxismo o yo”. Luego también saldría González del principal escenario político y desde entonces empezaron a sonar por turnos las voces de dos ex socialistas que eran, en cada una de sus intervenciones públicas, como el Dúo Dinámico de los inviernos de mi abuelo.

En el proceso independentista catalán se alineó con las tesis ultramontanas de Ciudadanos y ahora, hace unos días, abrió la boca para terciar en el conflicto de Cuelgamuros. Sacar a Franco o dejarlo donde y como está. Ésa era, ésa es la cuestión. Y de nuevo surgió del frío invernal, como la de uno de aquellos desaparecidos en los relatos de mi infancia, la voz grave de quien ya sólo habita en un poema de Bécquer que habla de la soledad de los muertos. La voz de Alfonso Guerra tronó en medio del debate sobre la tumba del dictador en su mausoleo insultante, trágicamente faraónico: “Aquí hay una serie de gente, por cierto, jóvenes, que están todo el día boxeando con el fantasma de Franco”. Hizo una pausa y continuó después de tomar aire: “Franco se murió, está enterrado y ojalá la piedra esa que tiene encima… ojalá que se hundiera la piedra. No me interesa nada”. Dijo todo eso y se quedó tan ancho. Si no fuera tan cruel con la memoria de la dignidad republicana que duerme una eternidad de hielo en las cunetas y en las fosas comunes de los cementerios, lo que dice Alfonso Guerra sería como sus chistes Trending Topic de la Transición política a la democracia. Pero poco tienen de chiste esas palabras, muy poco. Nada.

Y es que la desconexión de ese personaje con la realidad lo convierte en un retal triste y anacrónico del pasado. Decir que sólo son jóvenes quienes reivindican la exhumación de Franco del Valle de la Vergüenza, y la más justa aún de las fosas republicanas, es no saber de lo que habla. Le importa un pito, al personaje, que muchísima de la gente que espera con alegría y angustia a la vez la apertura de las fosas tenga ya casi cien años. Porque han pasado demasiados desde que esos familiares ahí amontonados de cualquier manera tendrían que haber sido exhumados con dineros públicos. Por eso, cuando habla de la tumba de Franco, lo que está escondiendo Alfonso Guerra es lo que tenía que haber hecho y no hizo cuando su partido gobernaba y era él mismo vicepresidente de ese gobierno.

Pero ahí lo tienen ustedes. Aquí lo tenemos. Ahí aparece, cuando menos se lo espera, ese Alfonso Guerra de toda la vida que nunca acaba de desaparecer del todo. Ese “vano fantasma de una vieja raza”, como escribía Antonio Machado en uno de sus poemas. Vano fantasma, sí. Un tipo que tantos años después, y tan ilustrado según dicen y él mismo se cree, sigue confundiendo la historia de la crueldad franquista con un chiste malo, de esos que sonrojan no tanto a quien los cuenta como a quienes los escuchan con la rabia cabezona y la infinita tristeza de una memoria tan injustamente devastada.

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