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Opinión

Y (Mazón) se metió a jardinero…

El president de la Generalitat, Carlos Mazón.

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El problema de Carlos Mazón es que, como el marinero de la parábola de Antonio Machado, se metió a jardinero. Y, claro, cuando estaba el jardín en flor, el jardinero se fue por esos mares de Dios. Y así fue como todo ocurrió; porque Mazón tiene alma de marinero enamoradizo, un poco Quijote a lo Julio Iglesias y crápula simpático, también al estilo del Julito más canalla; de los que presumen de ser españoles allá adonde van, algo truhán pero, en el fondo, todo un señor y casi fiel en el amor.

Nuestro President es un lobo de mar bronceado de los de una novia en cada puerto, de los que vienen en un barco de nombre extranjero con aire gallardo y altanero. Es de los que sueñan con estar con su Dulcinea (solo tú y solo yo) enamorados en la playa bajo el sol, sin que haya nadie más alrededor, mientras en la arena él dibuja un corazón. Y, por supuesto, mirando al mar embrujador, fantasea con un coito melódico y tenuemente melancólico en el que acaben abrazados con la fuerza de un ciclón.

Él es así, algo casquivano, pero buen chaval, poco fiable, pero seductor e irresistible para un cierto tipo de electorado para quien la vida es un carnaval, que no es desigual, que es una hermosura porque, en definitiva, las penas se van cantando.

Que la vida iba en serio él lo empezó a comprender ya tarde. Una tarde de hace exactamente nueve meses, un ciclón real, de los que ahoga y arrasa, se lo llevó por delante mientras pasaba el rato —era víspera de puente festivo— junto a su Dulcinea del Ventorro.

¡Qué mala suerte! ¡Hasta el nombre del restaurante invita al escarnio! ¿Será un mal viento o una venta de mala muerte? Arcaísmo culinario e ironía para ricos o aspirantes de buen yantar, del que no sabemos a ciencia cierta quién pagó la cuenta. Por menos de eso, Sancho Panza salió manteado de una venta manchega que su patrón confundió con un castillo. Según Cervantes, el ventero se llamaba Juan Palomeque, el Zurdo, cómo no.

Nuestro Quijote de un tiempo que no tiene edad iba sin reloj y salió de aquella casa de comidas sin sospechar, pues estaba aislado en su ínsula gastronómica, que los molinos llevaban horas triturando el territorio y a sus gentes, que sus muelas se habían cernido sobre una población desinformada, abandonada a su suerte en manos de gigantes ciegos de furia y de atlantes que habían dejado caer a plomo la bóveda celeste desde primera hora de la mañana.

Él se había quedado con la copla de que el temporal se iba para Cuenca sin preguntarse siquiera de dónde viene el agua que riega las feraces tierras que administra

Él se había quedado con la copla de que el temporal se iba para Cuenca sin preguntarse siquiera de dónde viene el agua que riega las feraces tierras que administra. ¿Tal vez del Ebro? Hoy todavía no. Pero ¿algún día? ¿Dónde nacen el Júcar y el Turia y el Cabriel? ¿De dónde vienen el Magro y esos barrancos secos, llenos de desperdicios?

Demasiadas preguntas para un marinero soñador que ese día decidió no informar por no molestar, por no aguarles la fiesta a sus conciudadanos. Demasiado trabajo para un lobo de mar algo voluble que se metió a jardinero y decidió levar anclas justo el día que su jardín más lo necesitaba. Demasiado rigor para un joven truhán, capitán de un barco que ahora y por su responsabilidad tiene por bandera cientos de tibias y sus correspondientes calaveras.

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