La clase obrera sí tiene quien le escriba
Cuando los historiadores José Carlos Mainer y Santos Julià analizaron la cultura de la Transición (El aprendizaje de la libertad. Alianza Editorial, 2000), constataron críticamente la ausencia casi total de referencias al mundo del trabajo y los trabajadores en la producción literaria de las primeras décadas de democracia, lo que suponía una significativa ruptura con una larga tradición narrativa que, si no cuantitativa, sí resultaba cualitativa y socialmente importante al incorporar la realidad obrera (sus problemas, demandas, luchas y protagonistas) al relato literario.
Dicha tradición se inició primero con referencias tangenciales en las obras de Galdós y Clarín para pasar pronto a las primeras novelas que reflejaban los conflictos obreros de finales del siglo XIX (La Tribuna, de Emilia Pardo-Bazán o Justo Vives. Episodio dramático social, del patriarca anarquista Anselmo Lorenzo) hasta alcanzar las mejores muestras de realismo social durante/contra la dictadura franquista (La mina, de Armando López-Salinas o La piqueta, de Jesús López-Pacheco), pasando por obras publicadas durante la IIª República como El asalto, del socialista Julián Zugazagoitia o la recientemente reeditada Tea Rooms. Mujeres obreras, de la comunista Luisa Carnés.
Invisibilidad del trabajo
La literatura dominante durante la transición y primera etapa democrática parecía no tener espacio para el trabajo y el conflicto social, desplazando las contradicciones del sistema hacia espacios y conflictos más amables y asumibles, representados en clave de introspección individual, psicologista o moral.
El debate entre realismo y formalismo (véase el número extraordinario de Cuadernos para el Diálogo de diciembre de 1970), que se arrastraba desde finales de los años sesenta, se había cerrado a favor del segundo enfoque, con la consiguiente marginación de los defensores de la denominada “función social de la cultura” –definidos despectivamente como “la generación de la berza”- y posterior hegemonía del hermetismo experimental, la asepsia formalista y la introspección narcisista que se prolongará, con pocas excepciones (Marsé, Vázquez Montalbán y Mendoza desde los setenta; Muñoz Molina, Llamazares y algún otro a partir de los noventa…) hasta bien entrado el siglo XXI.
Entre el desencanto inicial y la movida postmoderna, gran parte de la actividad cultural de los primeros años de democracia derivará hacia el diletantismo experimental, mientras los cambios en las estructuras de producción y reproducción socio-económica aceleraban el desplazamiento del conflicto desde el eje materialista (capital/trabajo) hacia entornos y dinámicas post-materialistas (medio ambiente, identidad de género, centro/periferia..) lo que se reflejará, asimismo, en la producción intelectual de la época, tanto narrativa como ensayística.
El bloque mayoritario de la literatura española de temática contemporánea aparecía entonces como si el trabajo no existiera y resultaba imposible saber a qué se dedicaban los personajes de las novelas, cuyos protagonistas parecían “Hamlets pasivos y perplejos, marcados por la inestabilidad afectiva”, en sarcástica expresión de Mainer y Julià.
Algo parecido ocurría en los medios de comunicación de los que desaparecían las secciones de Trabajo, sustituidas por flamantes suplementos sepia de Negocios, como correlato del discurso neoliberal, crecientemente hegemónico, articulado a base de emprendedores y coachers.
Pero pasó el tiempo…y la verdad inexorable asoma: la(s) crisis, el trabajo, el conflicto y la lucha por la igualdad son, si no el único, el argumento central de la vida social.
El retorno de la cuestión social
La crisis financiera de 2008 y sus devastadores efectos socio-económicos, agravados por los recortes y reformas desreguladoras del gobierno conservador, acabaron abrupta y dramáticamente con el espejismo autocomplaciente de la pretendida sociedad de clases medias, al tiempo que la precariedad laboral y vital crecían imparables.
Desde entonces, tras décadas de ausencia, el mundo del trabajo (sus escenarios, actores y dramas) recupera visibilidad mediática y narrativa, generando una creciente producción a cargo, fundamentalmente, de la generación de la crisis, cuyos planteamientos ya habían anticipado unos años antes algunos autores consagrados como Rafael Chirbes (La caída de Madrid, 2000) o Marta Sanz (Animales domésticos, 2003), que indagaban en los cambios históricos y la emergencia de una retórica clasemedianista que debilitaba el análisis social y perjudicaba las movilizaciones obreras.
Comenzaba a configurarse una nueva concepción del realismo literario, liberado de antiguos dogmatismos ideológicos y orientado ahora a la creación y difusión de propuestas contra-discursivas que reivindican su capacidad para elaborar descripciones y diagnósticos de una crisis multidimensional.
Serán, pues, los hijos e hijas de la crisis quienes darán desde entonces un nuevo impulso a la literatura social registrando los efectos y, en ocasiones, las causas de la precariedad laboral en la trayectoria vital de su generación (Isaac Rosa, La mano invisible; Ana Iris Simón, Feria; Marta Caparrós, Filtraciones), haciendo intersección en muchos casos con otras dimensiones de la realidad social como la economía sumergida (Javier Mestre, Made in Spain), la lucha feminista (Elena Medel, Las Maravillas), la doble dirección de las migraciones (Margaryta Yakovenko, Desencajada; Rosario Villajos, La muela), las tareas de cuidados (Elvira Navarro, La trabajadora) y la corrupción empresarial tanto productiva (Munir Hachemi, Cosas vivas) como fiscal (Adrian Grant, Nada ilegal, nada inmoral) configurando, en su conjunto, un impresionante relato coral de la crisis.
Más recientemente ha emergido una nueva producción de poesía social que retrata la rabia y desesperación de una generación de jóvenes crecidos en una crisis interminable, entre sistémica y pandémica, cuyos trabajos (precarios) y anhelos (solidarios) reflejan en sus obras premiadas por la crítica especializada: Rocío Acebal, Hijos de la bonanza; Begoña Rueda, Servicio de lavandería; (premios Hiperión, 2020 y 2021) y Mario G. Obrero, Peachtree City (premio Creación Joven, 2021), por citar los más relevantes, cuyos versos reclaman el reconocimiento del trabajo invisibilizado por la pandemia y la dignidad de quienes lo realizan.
Reivindicación (literaria) de la memoria obrera
Por su parte, el proceso de renovación que siguen las organizaciones obreras, como legítimas representantes de los trabajadores para la defensa y promoción de sus intereses en las empresas (negociación colectiva), el mercado de trabajo (relaciones laborales) y las instituciones (diálogo social), incorpora cada vez más una dimensión discursiva orientada tanto a la recuperación de la memoria obrera como a la promoción de un relato cultural contra-hegemónico.
En esta línea se sitúan dos recientes iniciativas promovidas por UGT y CC.OO., respectivamente, sobre las relaciones pasadas y presentes entre literatura y movimiento obrero.
La primera fue organizada por la Fundación Largo Caballero, en colaboración con el Instituto Cervantes, como un festival histórico-literario desarrollado entre junio y julio del presente año y consistente en una serie de jornadas, mesas redondas, recitales, proyecciones cinematográficas, etc., sobre narrativa obrera, con participación de cualificados expertos (Luis García Montero, Manuel Rico, Jesús Cañete, José Andrés Rojo…).
Por su parte, la Fundación 1º de Mayo ha promovido la publicación de dos volúmenes de relatos, a cargo de conocidos autores (Elvira Lindo, Manuel Rivas, Benjamín Prado, Martí Domínguez…), que rescatan fragmentos de memoria obrera cuya lectura pone en valor el compromiso sindical y la conciencia de clase como factores de progreso y cambio social.
Se trata, en ambos casos, de proyectos que, por una parte, recuperan la vieja tradición de las organizaciones obreras de tejer alianzas con el mundo de la cultura y, por otra, representan su voluntad de intervenir en la conversación social en defensa de los valores de justicia y solidaridad que definen al movimiento sindical.
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