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CV Opinión cintillo

Grande, más grande, el más grande

El 'MSC Sixin', con capacidad para casi 24.000 contenedores, atracado en el Puerto de València.

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“La flota mundial de portacontenedores incluye 133 del tipo de buque más grande: los que pueden transportar entre 18.000 y 24.000 contenedores. Y han sido encargados otros 53”. Lo ha explicado Niraj Chokshi, un periodista especializado en el negocio del transporte, en The New York Times a propósito del bloqueo del Canal de Suez por el accidente del Ever Given, un barco con capacidad para 20.000 contenedores de la naviera Evergreen Marine, con base en Taiwán, que tardó una semana en ser desencallado y puso en jaque el transporte marítimo mundial. Los buques portacontenedores crecieron demasiado, se titulaba el artículo, que describía la “carrera armamentística” que ha llevado hasta los denominados portacontenedores ultragrandes (ULCV por sus siglas en inglés).

“El crecimiento de la industria del transporte marítimo y del tamaño de los barcos ha desempeñado un papel fundamental en la creación de la economía moderna, al ayudar a convertir a China en una potencia manufacturera y al facilitar el auge de todo, desde el comercio electrónico hasta tiendas como Ikea y Amazon. Para las líneas de contenedores, construir naves más grandes tenía sentido: los buques con mayor capacidad les permitían ahorrar en construcción, combustible y personal”, explicaba The New York Times.

Pero eso ha tenido un precio: “Ha enfrentado puerto contra puerto y canal contra canal”. La ampliación del Canal de Panamá en 2016, con un coste de 5.000 millones de dólares, por ejemplo, “desencadenó una carrera entre los puertos de la costa este de Estados Unidos para atraer a los barcos más grandes que llegan a través del canal. Varios puertos, como los de Baltimore, Miami y Norfolk, Virginia, comenzaron proyectos de dragado para profundizar sus puertos. La Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey encabezó un proyecto de 1.700 millones de dólares para elevar el Bayonne Bridge con el fin de dar cabida a los gigantescos barcos cargados de mercancías procedentes de Asia y otros lugares”.

Y aunque los puertos incurrieron en costes para acomodar buques más grandes, no cosecharon todos los beneficios, ya que, según el testimonio de Jan Tiedemann, analista principal de Alphaliner, recogido en el reportaje, “el ahorro es casi exclusivamente del lado del transportista, por lo que se argumenta que los transportistas han sido los impulsores de este gran tonelaje, mientras que los operadores de terminales, los puertos y, en algunos casos, el contribuyente han pagado la factura”.

Habría que añadir entre aquellos que pagan la factura a los trabajadores del transporte marítimo. “Los marineros, que cada vez trabajan en tripulaciones más reducidas en embarcaciones cada vez más grandes, están hechos polvo”, ha alertado Rose George en un artículo en este diario, en el que denunciaba el deterioro de las condiciones laborales en los megabuques modernos. Y habría que incluir también en el balance los daños sobre el medio ambiente y el impacto territorial de las infraestructuras, que se dejan sistemáticamente de lado al hacer cuentas.

Porque el asunto central es si la globalización tiene límites, si ha de tenerlos o consiste en que el negocio, como los barcos, sea grande, más grande, el más grande, con independencia de sus consecuencias. No es ningún descubrimiento que esa concepción del progreso basada en el crecimiento desregulado puede llevar a la ruina y al desastre. No solo por la existencia, como señala Chokshi, de un concepto conocido en economía como la ley de los rendimientos decrecientes, que hace que los beneficios de construir buques más grandes tiendan a reducirse con cada ronda de crecimiento sucesiva, dado que “el ahorro derivado de pasar a buques que pueden transportar 19.000 contenedores fue entre cuatro y seis veces menor que el obtenido con la anterior ampliación del tamaño de los buques. Y la mayor parte del ahorro se debe antes a que los motores de las naves son más eficientes que al tamaño de las mismas”.

También porque el transporte marítimo es una de las actividades más contaminantes. Y aunque las navieras, empresas que se han hecho enormes, como es el caso de A.P. Moller-Maersk, MSC, Cosco o Hapag-Lloyd, pongan en duda que resultase “más seguro o más respetuoso con el medio ambiente que hubiera más barcos o naves menos eficientes en los océanos o en los canales”, ignoran sistemáticamente el coste que el gigantismo de las instalaciones portuarias y logísticas tiene sobre el medio ambiente, el territorio y las ciudades.

Un problema que se traslada a la concepción de las inversiones por parte de gobiernos, partidos políticos y responsables de las administraciónes públicas, como ocurre en Valencia, donde el proyecto de ampliación norte de las instalaciones portuarias (en su día se hizo una ampliación sur que devoró la playa del barrio de Natzaret) se enfrenta a todas estas cuestiones.

Si en la costa este de Estados Unidos se desencadenó una carrera entre los puertos por atraer a los buques de contenedores ultragrandes, con inversiones de rendimiento dudoso para el contribuyente y máxima rentabilidad para las navieras, en el Mediterráneo existe una carrera similar a la que el presidente de la Autoridad Portuaria de Valencia, Aurelio Martínez, no ha dudado en sumarse. En base a un proyecto de ampliación de 2007 que se paró en 2012 solo con los diques construidos, al que los socialistas se opusieron en aquel momento, el Puerto de València ha rediseñado la propuesta para construir una dársena de más de 130 hectáreas de carga y descarga de megabuques y trasladar la terminal de cruceros, ahora en la parte exterior, a una zona más próxima a la ciudad, mediante el movimiento de millones de metros cúbicos de materiales.

El enorme muelle estaría gestionado por la naviera MSC, gracias a una concesión a 50 años, como una plataforma logística de tránsito del transporte intercontinental de contenedores. Básicamente, el proyecto consiste en ampliar de forma notable la enorme zona industrial ganada al mar que ya es el Puerto de València. Una instalación que desde hace tiempo causa efectos importantes por la modificación de las corrientes marinas en el retroceso de las playas al sur de la ciudad, en el litoral del parque natural de L'Albufera, lo que obliga a operaciones de restauración periódica con la aportación de miles de toneladas de arena (el Gobierno tiene presupuestados 28,5 millones de euros pendientes de ejecución para este propósito).

Por otra parte, aunque la densidad de camiones que entran y salen del recinto portuario es actualmente muy alta, y pese a que la mayoría de contenedores, como ya ocurre, no saldrían del recinto porque pasan de un barco a otro para continuar su transporte por mar, la ampliación añadiría decenas de miles de camiones más al tráfico del puerto, lo que demandaría irremediablemente la construcción de un acceso norte de trazado destructivo para el entorno agrícola de L'Horta, la comarca en la que se ubica la capital valenciana.

En cifras, la ampliación proyectada implica una inversión de más de 800 millones de euros por parte de MSC y de unos 400 millones por parte de la Administración pública, más otros cientos, si no miles de millones que costaría el acceso norte. La pretensión de la Autoridad Portuaria es que la obra se ejecute, pese a las importantes modificaciones y el tiempo transcurrido, dando por válida la declaración de impacto ambiental inicial del año 2007, lo que ha generado una importante polémica. El organismo Puertos del Estado, que preside el valenciano Francisco Toledo y que depende del ministerio dirigido por otro valenciano, Jose Luis Ábalos, ha de tomar una decisión sobre el encargo o no de una nueva evaluación ambiental. Pero la cuestión, como ha destacado el catedrático Joan Romero, va más allá, al advertir que se trata de una decisión política de consecuencias “irreversibles” que convertiría València en “un gigantesco almacén global de contenedores, transportados por portacontenedores aún más gigantescos y gestionado en régimen de monopolio por un muy reducido grupo multinacional de empresas en un contexto absolutamente desregulado”.

 “¿No tenemos nada mejor que ofrecer que un inmenso polígono industrial ganado al mar para descargar y cargar contenedores de los que una buena parte no tienen relación alguna con la economía regional? ¿Hemos abandonado para siempre la idea de hacer de Valencia, su fachada marítima y su región metropolitana un territorio de calidad que apueste por el conocimiento, la innovación y la sociedad digital, con un potente hub tecnológico vinculado a sus dos universidades y centros de investigación, con capacidad de atraer talento y generar empleo con alto valor añadido?”, se pregunta Romero.

A veces, la encarnación concreta de la globalización, que tendemos a identificar con las redes de telecomunicaciones y digitales, con los vertiginosos movimientos financieros o con las deslocalizaciones industriales, consiste en una hipoteca sobre el futuro de una ciudad y su área metropolitana ante la que no pueden escamotearse las responsabilidades políticas, ni esconderse los intereses en juego bajo supuestas decisiones técnicas que comprometen centenares de millones de euros en una época en la que se declara el compromiso con la lucha contra el cambio climático y con la transición hacia una economía verde. No solo por el accidente en el Canal de Suez es necesario controlar el gigantismo de esas naves de transporte que ya tienen las dimensiones del Empire State. Hay que domar la globalización.

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