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Ernest Lluch, que estás en los cielos

Ernest Lluch.

Adolf Beltran

Afortunadamente es ya cosa del pasado. Los terroristas de ETA no solo mataron a policías, guardias civiles, autoridades del Estado, concejales del PP y del PSOE o gentes perfectamente anónimas. Asesinaron, al menos, a tres valencianos de relieve cívico e intelectual: el catedrático de Derecho Mercantil Manuel Broseta, el expresidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente y el exministro socialista Ernest Lluch, que era catalán y también valenciano, porque no solo vivió unos años en Valencia y fue profesor de su universidad sino que aquí militó en política, escribió un libro importante titulado La via valenciana y mantuvo amistades y complicidades.

Tomás y Valiente contribuyó decisivamente a configurar la estructura institucional de las autonomías en una orientación federalista, una estructura en evolución basada en “la unidad y la complejidad del Estado” a partir de la famosa sentencia del Tribunal Constitucional sobre la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), con la que el Gobierno central intentó sin éxito arrogarse la posibilidad de limitar los estatutos de autonomía mediante una norma estatal. Fue el suyo un Alto Tribunal con sentido de Estado, pero también de la modernidad y de la historia, muy alejado del que tumbaría después el Estatut de Catalunya en 2010, tan manipulado.

A su vez, la de Ernest Lluch, que paradójicamente dimitió en 1981 como portavoz del PSC en el Congreso precisamente porque se negó, aún bajo el impacto del intento de golpe de Estado del 23 de febrero, a presentar las enmiendas de su partido a la LOAPA, fue una voz fundamental a favor de una concepción plural del Estado.

Los socialistas españoles recuerdan a menudo a Lluch como el ministro de la ley que universalizó el sistema sanitario. Solo los catalanes y valencianos lo recuerdan también como un político federalista. Catedrático de Historia de las Doctrinas Económicas, siempre defendió la descentralización de inspiración austrohúngara frente al centralismo borbónico. Su libro Las Españas vencidas del siglo XVIII planteaba, en palabras de su amigo Miguel Herrero de Miñón -otra rara avis en este caso en las filas de la derecha-, una visión histórica apasionante de “la politerritorialidad española”.

Lluch defendía un “constitucionalismo útil” que sobre el molde institucional de las autonomías dotara al Estado de un contenido federal avanzado en su funcionamiento. Pero sobre todo defendía el diálogo, la negociación, el pacto, la política. Por eso lo mataron. ETA lo eliminó de dos tiros en Barcelona un día de noviembre del año 2000 porque se había comprometido activamente en la defensa de una vía de diálogo para acabar con la violencia y lograr la paz en el País Vasco.

Cada uno tiene sus referentes y a veces me pregunto cómo reaccionarían intelectuales como Joan Fuster o Ernest Lluch ante el conflicto desencadenado en Catalunya por la convocatoria unilateral de un referéndum de independencia. Tiendo a pensar que el autor de Nosaltres, els valencians, aunque comprometido claramente con la causa catalana e independentista, se mostraría escéptico sobre la posibilidad de doblegar al poder estatal mediante la desobediencia institucional y advertiría con desgana sobre los efectos nocivos que acarrean las grandes frustraciones colectivas.

Fuster conocía bien el trasfondo intelectual en el que se basan las reacciones ideológicas no solo ante el independentismo catalán sino ante la mera posibilidad de reconocer que hay sujetos nacionales diferentes dentro del Estado, unos sujetos nacionales que han incomodado históricamente la tarea de construcción de una identidad española unitaria a la que tanto esfuerzo dedicaron figuras como Ortega, Américo Castro, Madariaga o Claudio Sánchez Albornoz. El libro de Fuster Contra Unanumo y los demás contiene una brillante crítica de esas posturas marcadas por el malestar nacionalista español y el esencialismo identitario. Tal vez hoy escribiría el ensayista valenciano otro libro titulado Contra Savater y los demás, salvando las enormes distancias y en un tono necesariamente más cáustico e hiriente, visto el espectáculo de una tropa intelectual y periodística que, con sus artículos de opinión y sus manifiestos, se está cubriendo de gloria.

Más cercano a un Vicens Vives, un Pierre Vilar o un Josep Fontana, estoy seguro de que Ernest Lluch no se habría conformado, ante acontecimientos como los que se viven en Catalunya, con expresar su opinión o polemizar sobre la situación. Tenía un chip activista que le impedía permanecer impasible ante desgarros políticos cuyas aristas habrían llevado a otros a inhibirse para no acabar dañados, o muertos como fue su caso. Era consciente de que las recetas rotundas e irreversibles, incluida la independencia, no suelen servir para afrontar los problemas complejos. Entre otras cosas, porque a menudo es bueno no pretender cerrar los conflictos que afectan a configuraciones político-institucionales si el método para hacerlo resulta demasiado traumático.

“Bien podría hablarse de una España inacabada. De un proyecto colectivo de convivencia perfectible entendido como un proceso”, sostiene Joan Romero en un libro con ese título. Romero, como lo era Lluch, es partidario de conjugar en plural el nombre de España, esa “nación de naciones” que apenas acaba de asumir el que fue su partido, y de dar pasos adelante.

Desde los cielos imaginarios de la historia, es muy probable que Lluch nos recomendara empezar por un reconocimiento, el de Catalunya y su condición nacional, el de un problema que tan mal pueden resolver la ruptura como el inmovilismo, el de una reivindicación colectiva que no puede esconderse, como si no existiera, bajo la alfombra de la Constitución y el régimen general de las comunidades autónomas. La suya era una voz, la del catalanismo no independentista, que más que nunca se nota a faltar cuando los tiempos se vuelven confusos.

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