La cuestión judía de Zelko: su Oreja madre
El artista Dani Zelko (Buenos Aires, 1990) publicó en marzo de este año un libro bien interesante a propósito de lo que llama su “cuestión judía”. Lo presentó en València, en la librería Ramón Llull, en un encuentro intenso y hermoso. El libro comenzó a escribirlo en junio del 23, antes del ataque de Hamás, por una necesidad de entenderse. Y para eso hay que ir a las raíces: dam ze lo maim, la sangre no es agua. Sin embargo, sucede que el 7 de octubre unos de Hamas mataron a su prima en un kibutz del sur de Israel, al marido de la prima y a las dos niñas que tenían; las páginas centrales, donde lo cuenta, están impresas en letras blancas sobre papel negro. Es el Kadish, la plegaria fúnebre. Relata también el comienzo de la respuesta israelí, más y más brutal. Si la tesis central del libro la hemos visto ya en otros lugares (la importancia de diferenciar judaísmo de sionismo o de denunciar el antisemitismo y a la vez la masacre en Gaza), lo que seguro no hemos leído antes es esta investigación minuciosa, por momentos policial, sobre los propios orígenes. Y los efectos que esa deconstrucción de la identidad tiene en una familia judía en Buenos Aires, hoy.
Porque Zelko se sitúa en un compromiso artístico y político —que no es lo mismo, pero es igual— claramente de izquierdas. Es decir, históricamente pro-palestino. Por tanto, no es sencillo ser judío, así, con el desgarro tanto por el ataque como por los silencios cómplices sobre el nacimiento mismo del Estado de Israel. O sea, por su crimen fundacional y demás atropellos posteriores. Y por eso necesita conocer mejor para saber desde dónde relatar su cuestión judía, que no es ni mucho menos un problema individual. Se propone pues construir comunidad de otra manera, a través de la escritura; apenas cuatro días después del 7 de octubre, redacta una carta abierta a familiares, amigos y colegas. Su madre le suplica tiempo, tiempo para digerir esto en la familia. Es pronto, le dice, para enviar esta carta e invitar a la reflexión sobre las causas del ataque de Hamás. “Cada pueblo tiene que inventar una justicia acorde a su propia historia”, argumenta Zelko en ese texto. “No podemos construir una casa sobre el destierro y el despojo de un pueblo”, continúa.
Más allá de la embriagadora personalidad de Zelko, lo interesante es a mi juicio el efecto de estas y otras palabras en su entorno, de esta búsqueda en las propias raíces: el temblor a su alrededor de las cosas que se daban por seguras. Porque resulta inevitable confrontar con los sueños de paz para los dos pueblos (oración con la que se crio) si no se apela a la propia responsabilidad, y “nadie es responsable de nada en esta época, se asocia responsabilidad con culpabilidad y la culpa siempre la tiene el otro”. El libro se propone mover y remover, despertar esa oreja madre (en referencia a la lengua madre cortada, el idish) que sabe escuchar a los muertos y a los vivos, que puede llegar a entender. Entender también espiritualmente.
Si el tío abuelo del autor, David, se fue a Israel en 1948 y con toda probabilidad mató a cuchillo a alguno de los hombres que vivían en las tierras que le habían prometido (si de eso se trataba, entonces, de morir o matar), ¿cómo no cuestionar esos mitos familiares a la luz del presente?
Es decir, si el tío abuelo del autor, David, se fue a Israel en 1948 y con toda probabilidad mató a cuchillo a alguno de los hombres que vivían en las tierras que le habían prometido (si de eso se trataba, entonces, de morir o matar), ¿cómo no cuestionar esos mitos familiares a la luz del presente? Me pregunté al leerlo si Zelko tendría presente, de algún modo, cierta imagen que aparece en Rayuela: la ilusión de plenitud que Cortázar denomina el “kibutz del deseo”. Y es que hay algo que atraviesa de verdad este libro, que por cierto está muy bien escrito: es el deseo de hacer reunión, reunión de verdad, como en el Iom Kipur. Pero para ello hay que destruir determinadas cosas, sobre todo las narrativas familiares demasiado sólidas. Porque para que estas funcionaran han tenido que limar las aristas del relato, esconder otras cuestiones debajo de la alfombra para poder brindar en cada encuentro y con la conciencia tranquila por la paz en Israel.
Es feliz este derrumbe a veces, es doloroso y alocado otras: Zelko hace un despliegue febril de actividad y de escritura, viaja a un sitio y a otro, investiga archivos, trata de conocer la versión del otro lado. Y además habla con los muertos, les pregunta, porque está convencido de que él escribe para escuchar mejor: al tío abuelo David, al tatarabuelo Trivush (cuya traducción de Anna Karenina se menciona en alguna crónica del levantamiento del gueto de Varsovia), a su madre, ¡a Goebbels! “El genocidio me está convirtiendo en espectador”, advierte el autor: para no anestesiarse, para ser mensch (ser gente), escribe: “la respuesta judía frente a la destrucción siempre fue la escritura”.
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