40 años en la UE: entre desarrollo e incoherencia moral
En las últimas semanas abundan los artículos que, al calor del Día de Europa y del cuadragésimo aniversario de la firma del Tratado de Adhesión de España y Portugal, vuelven a subrayar cuánto ha significado la pertenencia a la Unión. Y es justo reconocerlo: el PIB per cápita español ha pasado de poco más del 70% de la media comunitaria a rozar el 90% (por una parte como resultado del crecimiento económico español, por otra a la entrada de socios europeos con menor nivel de riqueza relativa), impulsado por más de 200.000 millones de euros de la Política de Cohesión, el euro estabilizó la inflación tras los sobresaltos de los años ochenta, y programas como Erasmus, Next Generation EU o la compra conjunta de vacunas para paliar la crisis sanitaria producida por la Covid-19 han reforzado la confianza en el proyecto común. Esta panorámica, aún muy resumida, confirma que Europa ha sido un acelerador de modernización y, al mismo tiempo, un dique frente a obstáculos que los Estados habrían gestionado con menos recursos y, probablemente, menor eficacia.
Precisamente porque el balance es tan positivo, conviene preguntarse cómo mantener viva la coherencia entre los valores proclamados y las políticas aplicadas, sobre todo cuando los acontecimientos plantean dilemas morales de gran calado. Merece la pena reproducir íntegramente el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea (Maastricht, 1992): La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres.
Sin embargo, algunas sombras se ciernen sobre el alabado proyecto europeo. El Mediterráneo, escenario de un drama humano que deja miles de vidas perdidas cada año, continúa tratándose en exceso como un asunto de “gestión de flujos” y permanentemente vinculado a temas de seguridad, dejando de lado lo que realmente es, una obligación moral de protección pues es evidente, que valores fundacionales de la Unión, como la solidaridad o la dignidad humana, están siendo claramente ignorados. A ello se añade un creciente discurso xenófobo y de odio, amparado por una visión sesgada y errónea del fenómeno migratorio y aireado sin ningún tipo de escrúpulo por formaciones claramente antieuropeas, que trae consigo recuerdos de la época más oscura de Europa. La Unión, con políticas migratorias que no piensan en personas sino en cifras, añade oxígeno a este discurso, en lugar de confrontarlos a sus valores fundacionales y combatirlo con políticas más humanas y realistas. Diversos análisis apuntan a la necesidad de reorientar la agencia Frontex hacia tareas de salvamento con un mandato claro, de abrir vías legales que reduzcan la exposición a las mafias o de repartir la mejor acogida sobre criterios objetivos de población y riqueza; en definitiva, de situar la dignidad humana, piedra angular de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en el centro de la política migratoria; su artículo primero así lo mandata: la dignidad humana es inviolable. Será respetada y protegida. Por ello, cabe afirmar que una Unión que aspira a liderar la transición ecológica y digital no puede permitir que su frontera marítima sea, a la vez, la frontera de su credibilidad ética contra sus propios valores fundacionales.
Si la crisis humana en nuestro mar cuestiona la solidaridad interna, la devastación de Gaza interpela a la coherencia externa. Las cifras son absolutamente estremecedoras —decenas de miles de muertos (en su mayoría niños, niñas y mujeres) y casi dos millones de desplazados— y existen indicios más que evidentes de genocidio según Francesca Albanese, la Relatora Especial de la ONU. El propio reglamento sancionador de la UE (Reglamento UE 2020/1998) permitiría medidas contra quienes violan gravemente los Derechos Humanos, exactamente igual que se ha hecho en el caso de la invasión rusa a Ucrania. Sin embargo, hasta la fecha se ha producido poco más que algunos anuncios tímidos de posibilidad de revisión del Acuerdo de Asociación Israel-UE, además de quedar patente, por sus propias declaraciones, el apoyo prácticamente incondicional de Ursula Von der Leyen y Kaja Kallas (presidenta de la Comisión Europea y alta representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, respectivamente), cuando la fuerza normativa y moral de la Unión depende de aplicar un único rasero y tomarse la exigencia del respeto sistemático de los Derechos Humanos como un mantra, pero no solo en las palabras, sino también en los hechos, pues un orden internacional basado en reglas exige coherencia para resultar verosímil y efectivo.
Ambas crisis evidencian límites institucionales que la próxima reforma de los Tratados debería encarar: la regla de la unanimidad que paraliza decisiones cruciales, la ausencia de un Tesoro europeo capaz de financiar bienes públicos comunes y la todavía débil capacidad totalmente vinculante del Pilar Social. Completar la unión fiscal, extender la codecisión del Parlamento Europeo a política exterior y contar con un comisariado de Derechos Fundamentales avalado por poderes ejecutivos no son ejercicios académicos, sino medios para que la Unión responda con la rapidez y la legitimidad que exige la ciudadanía cuando la realidad golpea a la puerta.
España, que hace cuarenta años ingresó como periferia y hoy se ha convertido en actor influyente, puede desempeñar un papel decisivo impulsando este giro. Su experiencia con la Política de Cohesión, la Política Agraria Común o el Next Generation EU, su estructura cuasi-federal o su posición geográfica la sitúan en primera línea para proponer un Pacto de Salvamento Mediterráneo y para abogar por un enfoque equilibrado y basado en los Derechos Humanos y el Derecho Internacional respecto a Palestina. De esa coherencia a nivel de la UE dependerá que el europeísmo mantenga el impulso cívico que lo ha caracterizado desde 1985.
Celebrar el aniversario, en suma, significa renovar el compromiso con una Europa social, democrática, medioambientalmente sostenible y respetuosa, y eficaz; una Europa que salve vidas cuando la frontera se convierte en naufragio, que actúe ante vulneraciones graves de derechos sin dobles raseros y que ofrezca prosperidad compartida en la transición verde y digital. Si dentro de otras cuatro décadas queremos seguir citando cifras de progreso con la misma convicción, hoy toca tomar decisiones que estén a la altura de las palabras inscritas en los tratados y de las expectativas de quienes confían en que la Unión represente —dentro y fuera— la defensa incondicional de la dignidad humana. Ya lo dijo Kant, uno de los padres del pensamiento europeo: actúa de tal manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin y nunca simplemente como un medio.
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