Y la alcaldesa mandó parar
Mientras el mundo se contrae ante la ofensiva ultraderechista y antidemocrática, que pretende derrocar cualquier atisbo del espíritu liberal nacido de la Ilustración, la alcaldesa Catalá, consciente de sus dominios -Valencia en sí es todo un mundo-, se dispone a racionalizar la gigantesca ola de apartamentos turísticos que surfeó el Botànic deslizándose hacia una y otra parte de la espuma sin saber a qué tabla agarrarse ni cuál era la dimensión de la ola. En cuanto quiso el Botànic darse cuenta de la desmesurada colonización de los pisos turísticos ya existían apartamentos hasta debajo de las alcantarillas de la mismísima Lonja o rodeando la cúpula del dorado Micalet, desde donde ya se toca el cielo. Al Botànic/Rialto el fenómeno le pilló un tanto confundido, quizás porque tenía otras cosas en la cabeza, y esas cosas se resumían en una: hacer de la bicicleta un sistema metafísico que justificara, en sí mismo, la transformación del Cap i Casal. Se estará de acuerdo, o no, pero la revolución de Grezzi no ha tenido una contrarrevolución porque era esférica, está atada y bien atada por la psique de los tiempos, verdes que los queremos verdes, pero en cambio la creación de ese imaginario tuvo como contrapunto una impasividad realmente objetiva -dejemos las intenciones al margen- ante la invasión de los pisos turísticos que expulsan al vecindario de sus casas y de Valencia entera. Hubo también, la hay, una disociación entre la cartelería de las asociaciones de vecinos, que denunciaban la oleada una y otra vez, y la cartelería y camisetería propia de la izquierda pregobernante y gobernarte. Esa disociación era a su vez un signo de una escisión en marcha, de dos mundos unidos y separados al fin, y que habría que repensar. De modo que ahora la alcaldesa Catalá y el concejal Giner han debido arremangarse y ponerse a la faena para atajar la chaladura, antes de que Valencia se convirtiera en un campo de experimentación para los visitantes de paso o bien en un Benidorm con monumentos. El mensaje es claro, y las prohibiciones, también. Y no son fáciles, las restricciones, pues en esas orillas hay poderes económicos muy potentes, aunque más vale un ciudadano de aquí que un capital del más allá. Así que los apartamentos se limitan a un 2% en los barrios, y han de estar en edificios propios, ya está bien de que el vecindario de un edificio apechugue con las intermitencias visitantes o con las juergas nocturnas, si las hubiere. Valencia ha de recuperar el sosiego, la tranquilidad, el ocio moderado, puesto que las orgías festivas patrióticas ya la atraviesan con esplendor y demasía, y abandonar por tanto el histerismo, esas convulsiones nerviosas de los últimos años, la agitación del desequilibrio foráneo. Los apartamentos turísticos están bien, claro, pero con ponderación, con racionalidad, sacando el metro. Todo en esta vida lo determina la mesura y la armonía. Montañas, sí, pero que no tiemblen y se desplomen. El mar, sí, pero que no se desborde y haga papilla a los ribereños. Los edificios, sí, pero que no caigan y llenen los cementerios. Apartamentos turísticos, sí, pero que no echen al personal de sus casas, ni vacíen Valencia del vecindario: que dejen el alma intacta de la ciudad. Ofensiva por ofensiva, la alcaldesa Catalá y el concejal Giner han mandado parar, que diría Carlos Puebla, yo creo que ya con la complicidad del Psoe de Borja Sanjuan, sabedor del estallido incontinente y perjudicial, e intentan conducir Catalá/Giner el nuevo fenómeno -que ya digo irrumpió cuando el Botánic y no supo qué hacer con él, basta observar las cifras- hacia unos modelos compatibles con el negocio y la serenidad vecinal, ante el peligro de que Valencia se convirtiera, de un plumazo, en Marino D’or, ciudad de vacaciones, dígame.
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