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El populismo corrupto de la Fórmula 1 en Valencia

Rita Barberá, Bernie Ecclestone y Francisco Camps en la presentación de la Fórmula 1 en Valencia.

Adolf Beltran

“Unas pérdidas de 270 millones de euros sin tener en cuenta la inversión inicial”. Así calculaba en 2012 el actual director del circuito de motociclismo de Cheste, Gonzalo Gobert, entonces recién nombrado, en un “informe situacional sobre la F1” el coste de la ocurrencia de Francisco Camps de convertir las calles de Valencia en escenario de una de las pruebas del circo automovilístico, según la investigación de la Unidad contra la Delincuencia Económica y Fiscal (UDEF).

Ese informe policial constata algo que una de las negociadoras principales del evento, exdirectiva de la empresa pública Sociedad de Proyectos Temáticos de la Comunidad Valenciana, Belén Reyero, confirmó ante la jueza la semana pasada: el expresidente valenciano Francisco Camps supo desde la primera edición del Gran Premio de Europa de automovilismo en 2008 que era un fracaso debido a “la debacle en la venta de entradas”, según la expresión que la policía extrae de la abundante documentación requisada.

El expresidente, sin embargo, negó ante la jueza saber nada de la ruina que supuso la F1 para las arcas públicas (sus vicepresidentes no le habrían informado de ello) y esgrimió de nuevo ante los periodistas, a la puerta del juzgado, una supuesta conspiración política. La izquierda valenciana (esta vez el blanco de su ataque fue Compromís, pese a que la denuncia inicial la presentaron el PSPV-PSOE y Esquerra Unida) “siempre ha creído que Valencia tiene que ser subsidiaria de Cataluña”, sostuvo. Y “la Fórmula 1 era el evento que más sombra le podía hacer a Cataluña y a su Gran Premio”.

Si obviamos que tiene tres investigaciones judiciales abiertas y que es la Fiscalía Anticorrupción la que le acusa, lo más preocupante de Camps es que no delira. O no lo hace más que cuando era presidente. Su demagogia megalómana dio frutos en 2007 y en 2011. Se los dio a él y a Rita Barberá, que lo acompañaba (e incluso instigaba) junto a Bernie Ecclestone cuando se anunció el acontecimiento. Las campañas de ambos, en 2007 y en 2011, se apoyaron en un discurso maniqueo y propagandístico, puro populismo manipulador de complejos colectivos. Además, ambas fueron financiadas ilegalmente. La de Camps por la trama Gürtel, como se ha acreditado en el juicio que ha quedado visto para sentencia en la Audiencia Nacional. La de Barberá, mediante un entramado de empresas y fundaciones que sustraía fondos públicos a través de las adjudicatarias municipales y que se investiga en el caso Taula. En ambas elecciones arrasaron los populares con mayoría absoluta.

Dedican el juez Joaquim Bosch y el director de eldiario.es, Ignacio Escolar, un capítulo de su reciente libro El secuestro de la justicia, al tema de la corrupción y se interrogan, en un momento dado, por sus efectos electorales.

“¿Por qué razón, en Valencia, en el momento más duro de la corrupción del PP, este partido seguía ganando las elecciones?”, se pregunta Escolar, que añade: “Pues en parte porque había un trabajo de los medios a sueldo, que desinformaban y contrarrestaban con pura propaganda la información real que salía de los juzgados. Y esa clase de manipulación de ciertos medios comprados con dinero público ayuda a que la corrupción sea impune. Es indudable que existe una relación directa entre libertad de información y tolerancia a la corrupción”.

Bosch lleva la reflexión un poco más lejos: “…tengo la impresión de que también existe un electorado corrupto. No afirmo en absoluto que todos los que respaldan a un partido o a otro sean corruptos. En el voto a niveles muy amplios concurren factores ideológicos bastante complejos… Hay un problema de falta de integridad en parte de la sociedad que no podemos minusvalorar. Algo así solo puede solventarse con valores, educación y ética”.

El caso de la Fórmula 1 en Valencia ofrece materiales muy interesantes para calibrar estos dos enfoques. Se escondió a la opinión pública que la prueba la organizaba y pagaba la Generalitat Valenciana mediante la creación de una empresa privada, Valmor Sports, que hacía de pantalla. Y se escondió todavía más la ruina económica que implicaba. Había que capitalizar su proyección (Camps llegó a afirmar que iba a tener tanta repercusión como los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal juntos).

“El contrato, aunque está todo preparado, no lo firmaré hasta después de las elecciones”, advirtió Ecclestone cuando se anunció en mayo de 2007 la iniciativa. “Gracias a Bernie Ecclestone por decir estas cosas tan preciosas y vincular el gran premio de F1 a que yo continue siendo presidente de la Generalitat. Yo le puedo asegurar que en los próximos días voy a intentar con mi esfuerzo ganar estas elecciones”, respondió Camps sin rubor alguno ante una Rita Barberá que sonreía de oreja a oreja.

Cuesta creer que una capitalización partidista tan obscena pudiera producirse sin una manipulación política que la amparase y sin distorsiones mediáticas de envergadura. El victimismo populista y la xenofobia anticatalana sustentaban la operación, jaleada por medios que hoy se excitan mucho ante los populismos antisistema o el secesionismo catalán o que quedaron fascinados entonces por “el poder valenciano”. Alguno hay que mantuvo en momentos difíciles la denuncia de la corrupción y la crítica del anticatalanismo y que hoy, presa de un españolismo rampante, ha llegado a dar cobijo a argumentos que siempre combatió.

En todo caso, ahora podemos empezar a analizar, desde la distancia del tiempo transcurrido y con los datos que van aportando los juzgados, por qué la Fórmula 1 se planteó así, por qué se malversaron fondos públicos de forma tan increíble y por qué un Camps adicto a las victorias electorales siguió adelante, hasta el extremo de prorrogar el contrato la víspera de su dimisión en 2011, pese a los desastrosos resultados de un evento automovilístico que no cuajó en las cinco ediciones celebradas en una tierra que exhibe, en cambio, una afición contrastada al motociclismo. Falta también explicar por qué, y con qué consecuencias, el gobierno que presidía Alberto Fabra compró la empresa Valmor y asumió sus deudas de 34 millones de euros. Será un ejercicio higiénico, imprescindible para entendernos a nosotros mismos, los valencianos, los partidos políticos y los medios de comunicación. Y para no repetirlo.

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