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El llanto de Moby Dick por las víctimas del Metro

Beatriz Garrote se dirige a los asistentes al acto del décimo aniversario del accidente del metro.en Valencia.

José Manuel Rambla

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El explorador y aventurero norteamericano Jeremiah N. Reynolds zarpó en 1829 del puerto de Nueva York con el objetivo de alcanzar la Antartida. De entre las muchas historias recopiladas a lo largo de su periplo destacó una recogida durante su viaje de regreso frente a las costas chilenas. Era la noticia de un extraño cachalote blanco aparecido junto a la isla de La Mocha, acosado durante treinta años por los balleneros hasta sucumbir al arpón de uno de ellos. Reynolds relataría esta historia en 1832 en su artículo Mocha Dick o el cachalote blanco del Pacífico.

No resulta sorprendente que la gran ballena blanca apareciera precisamente en los alrededores de esta pequeña isla situado junto a la región de Biombí. De hecho, La Mocha era ya bien conocida por su condición de escala obligada para estos grandes cetáceos en sus travesías oceánicas. Era tal el número de animales que se congregaba en sus aguas que atraídos por el fenómeno los indígenas de la zona, los lafkenches, consideraron la zona un lugar sagrado desde donde las almas de los muertos partían en su viaje al más allá a lomos de una ballena.

Hoy el número de ballenas que visitan aquellas latitudes es mucho menor que el registrado en los tiempos de Reynolds. Y pocos conoceríamos la historia de aquel viajero si algunos años más tarde Herman Melville no se hubiera inspirado en ella para escribir -adaptando el nombre para facilitar la lectura a lo anglohablantes- su mítica Moby Dick. También son pocos los descendientes de aquellos indígenas de cultura mapuche y ascendencia polinesia. Pero, sin embargo, la fuerza de sus creencias y sus marinos rituales funerarios sigue presente en esa lejana región chilena. Aunque sea en ausencia.

La hallamos en Talcahuano, en la caleta Tumbes o en Punta Lavapié, tres de los catorce cementerios desperdigados por la región que comparten una peculiaridad que los convierte en únicos: los ataúdes enterrados bajo sus lápidas no dan cobijo a ningún cuerpo, nadie reposa bajo su tierra, son camposantos vacíos. Cementerios simbólicos, dedicados a los pescadores ahogados, engullidos por las aguas sin permitir a sus familiares la última caricia de poderles amortajar. Su misión no es dar reposo a los muertos, sino consolar a los vivos con un espacio último hasta donde dejar un féretro, depositar unas flores, derramar mil lágrimas. Porque en realidad quienes más necesitan descansar en paz no son los muertos sino los vivos. Honrar a sus difuntos, dejarlos marchar a lomos de una ballena y descansar con la paz interior de tener un pedazo de tierra donde llorarles, que no es más que una forma ritual de recordarles.

Durante diez años, los familiares de los 43 pasajeros que viajaban a bordo del tren de la línea 1 del Metro de Valencia cuando la irresponsabilidad política y técnica les condujo a la muerte, han estado concentrándose todos los meses con la misma angustia de quienes lloran la tumba vacía de un pescador ahogado. Han sido años difíciles, de incomprensión, de ignonímia, de desprecio del poder. Los han afrontado con la entereza y perseverancia demostrada por Beatriz Garrote y el resto de miembros de la asociación de víctimas, que durante todo este tiempo han mantenido viva la llama del recuerdo y la dignidad, dos valores demasiado frágiles en estas tierras. También han contado con la honestidad profesional de periodistas como Laura Ballester comprometida en evitar con cada uno de sus artículos el implacable insulto del olvido. Ahora la Valencia política y socialmente decente les ha pedido perdón. Hora es de que también ellos puedan ya descansar en paz.

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