Gobernar la DANA: participación ciudadana y legitimidad democrática
El fracaso y la desafección social que está caracterizando la gestión de la emergencia todavía vigente tras la riada del pasado 29-O reclama efectuar un inventario exhaustivo de los factores que han definido lo que podríamos denominar el Gobierno de la DANA. Se trata de analizar todas variables institucionales que definen la gestión del riesgo, la emergencia y la todavía pendiente reconstrucción tras la catástrofe ambiental. De manera preliminar estaríamos en disposición de enumerar algunos factores que complementarían los formidables trabajos de investigación ya publicados por elDiario.es y, de entre los que, entre muchísimos otros, cabría destacar los siguientes:
1.- La incompetencia manifiesta en la prevención, alerta y gestión inicial del riesgo y de la emergencia durante las primeras horas del triple desastre humanitario, material y ambiental. Es evidente la cadena trágica de incumplimientos por parte de la Generalitat Valenciana en la activación de los planes y protocolos necesarios, la comunicación y notificación de la emergencia, la coordinación de servicios (ya desde el día previo) o la información continua posterior. Fueron precisamente estos errores (de los que cabe plena exigencia de responsabilidades y dimisiones que ya debieran haberse producido al máximo nivel de la Generalitat Valenciana), los que impidieron evitar el mayor de los males: la pérdida de vidas humanas, así como los centenares de procesos de duelo, los shocks postraumáticos y la epidemia de salud pública por problemas de salud mental que, por mucho tiempo, arrastrarán las zonas afectadas. La respuesta anticipatoria y preventiva de la Universitat de València de suspender las clases el 29O, criticada públicamente por Mazón, dan cuenta del curso alternativo que los acontecimientos hubiesen tenido de haberse extendido esta medida al conjunto de la población en un contexto de aviso meteorológico de nivel rojo por parte de la AEMET y que advierte de “fenómenos meteorológicos no habituales, de intensidad excepcional y con un nivel de riesgo para la población muy alto”.
2.- La debilidad de unas Administraciones Públicas reiteradamente vaciadas y debilitadas por proyectos políticos que, con un creciente apoyo social, han venido cuestionando el papel crucial de lo público debilitando los instrumentos que requieren activarse ahora, ante situaciones de emergencia, a pesar del aprendizaje social que debiéramos haber obtenido de la pandemia y que, evidentemente, no hemos atesorado. Esta debilidad institucional, fruto de un programa político consciente y planificado, se evidenció, por ejemplo, con la supresión de la Unidad Valenciana de Emergencias. Este enflaquecimiento administrativo aporta contexto, además, para entender los fallos actuales en el funcionamiento de los servicios públicos y la gestión de las ayudas que están lastrando los trámites destinados a la valoración, reconocimiento y liquidación de las ayudas a víctimas y personas, familias, entidades, comercios y empresas afectadas.
3.- La banalización de los potenciales escenarios a los que nos enfrentamos en situaciones de riesgo ambiental como consecuencia del éxito creciente y ampliamente difundido por distintos canales de comunicación social vinculados al negacionismo, ideológicamente sesgados en el espacio reaccionario de la derecha, y en el que juegan un papel esencial actores económicos relacionados con la producción y la distribución energética. Estos actores actúan como agentes moralizadores en relación con el reparto de responsabilidades. No olvidemos, por otra parte, en este contexto de banalización, aquella desafortunada declaración de una Consellera de la Generalitat Valenciana proclamando, de forma frívola y negligente, que “si algo bueno trae el cambio climático es, precisamente, la extensión de la temporada turística” (Nuria Montes sic).
4.- La distorsión mediática provocada por sectores reaccionarios que, negando la necesidad de la acción internacional (como la que supone la Agenda 2030), actúan en un contexto de confusión, alarma social y debilitamiento democrático, pretendiendo obtener rédito y mejorar sus cuotas de poder canalizando la rabia social o el fracaso institucional.
5.- Una irresponsable, deficiente y, en ocasiones, carente planificación urbanística que dispara los riesgos humanos, materiales y ambientales en zonas indudables, especialmente en las más cercanas al litoral, aunque cada vez más sobre todo tipo de áreas geográficas como consecuencia de la intensidad y extensión de los episodios meteorológicos.
6.- Si bien, de entre todas las variables de carácter institucional o social, debiera interesarnos, a nivel colectivo, un factor instrumental que garantiza una adecuada relación eficaz y constructiva entre el ámbito de las Administraciones Públicas y la sociedad civil y que deberá definir decisiones tan trascendentales como a las que nos obliga el actual escenario de calentamiento global: me refiero a la participación ciudadana. Sin embargo, conscientes de la importancia de esta para el éxito de las medidas de adaptación y mitigación necesarias, son muchas las vulnerabilidades a las que se enfrenta la participación ciudadana, tal y como evidencian las amenazas procedentes de discursos, políticas y actores que ven en riesgo sus negocios y cuotas de poder e influencia. Echemos un vistazo de prueba a esta realidad.
Gobernar el cambio climático mediante decisiones eficaces requiere, inevitablemente, de un programa estructural de participación por parte de múltiples actores de la sociedad civil organizada. Las medidas, para ser eficaces, requieren de legitimidad suficiente y necesitan que la sociedad las asuma como propias sin que interfieran distorsiones interesadas procedentes de élites sumamente organizadas y ancladas en un sistema económico generador y acelerador del propio cambio climático. Numerosas investigaciones han constatado que los procesos de recuperación y de atención a emergencias han arrojado datos de mejora estructural más rápidos y con resultados óptimos a largo plazo cuando se han acompañado de convocatorias amplias de diálogo, participación y concertación social.
La asimetría de recursos y de situaciones con que comparecen los distintos discursos y actores no nos deben impedir seguir buscando, con entusiasmo y esperanza, respuesta al interrogante de cómo gobernar la mitigación y, en otros casos, la adaptación al cambio climático y el calentamiento global. El lema del Oceanográfic para el año 2024 puso de manifiesto un lema revelador que apelaba a los seres humanos como víctimas vulnerables del cambio climático, pero también como la única especie capaz de cambiar el cambio climático: tales mensajes permiten condensar las distintas dimensiones potenciadoras que requiere tomar conciencia del papel que la participación individual o colectiva y organizada puede suponer en el curso futuro de los acontecimientos. El éxito de las medidas que necesariamente han de venir y vendrán, en ocasiones como consecuencia del papel pedagógico y sensibilizador que lamentablemente nos aportan las catástrofes, dependerán, en gran medida, del grado de legitimidad que la participación permita generar entre la sociedad.
A su vez, la participación ciudadana requiere de incentivos favorables que animen a la ciudadanía a asumir los costes que esta práctica cívica supone. Tras el 29O hemos asistido a múltiples formas de participación ciudadana a la hora de organizar el voluntariado o mediante la comparecencia masiva en concentraciones y manifestaciones cívicas destinadas a la exigencia de responsabilidades políticas, tras un proceso reflexivo y de canalización colectiva del malestar y la rabia. Estas expresiones aportan un punto de apoyo para el optimismo en cuanto a la consideración cívica de una importante parte de la ciudadanía valenciana que ayuda a vertebrar la sociedad, la solidaridad y la participación de forma democrática. Pero también es cierto que para hacer sostenible la participación ciudadana es preciso que los frutos de las peticiones y las demandas planteadas sean visibles, viables y reales, y que desde las Administraciones Públicas se ayude, en definitiva, a que la ciudadanía entienda que participar vale la pena. Participar tiene un coste (informarse, dedicar tiempo, discriminar los engaños), mientras que el resultado a lograr (la mitigación o, en su caso, la adaptación al cambio climático) es sumamente complejo y quizás puede interpretarse inalcanzable dado el grado de irreversibilidad de los hechos. El coste de participar se enfrenta a la gravedad del deterioro ambiental, lo cual puede disuadir a la ciudadanía de, ni tan siquiera, involucrarse a la hora de buscar alternativas de acción que, a la altura del tiempo presente en que nos encontramos, no pueden ser ya sino radicales, estructurales y sostenibles.
La propia experiencia nos ofrece, sin embargo, notas pesimistas, pero también positivas. Así, algunos casos de éxito como los procesos participativos DecidimVLC, Decide Madrid o Decidim Barcelona impulsados a partir de 2015 (y ahora desmanteladas, especialmente en las primeras dos ciudades), nos muestran cómo algunas de las principales prioridades expresadas por la ciudadanía fueron las medioambientales, avalando, impulsando, agendando y materializando intervenciones pioneras y de vanguardia en cuanto a las políticas frente al cambio climático en el ámbito urbano.
Por otra parte, no podemos ignorar que, frente al desasosiego que genera un futuro sombrío, amplios sectores sociales prefieran evadirse mediante atajos emocionales que sirvan de anclaje y éxito a discursos negacionistas que, de acceder al poder, no harán sino ahondar todavía más en la crisis climática. Sectores económicos que invirtieron recursos económicos y mediáticos en la negación del cambio climático de forma especial durante los años ochenta, ahora se suman a la estrategia masiva de marketing representada por el greenwashing de un ecocapitalismo moralizante que mercantiliza los valores medioambientales con el propósito de evitar la regulación pública, la intervención institucional y el control de recursos que, en definitiva, supone gobernar el cambio climático: cambiemos el sistema, no el clima.
Los discursos distópicos llevan al colapso a los argumentos y las discusiones constructivas. Y estas narrativas distópicas han sido, precisamente, algunas de las que han protagonizado parte de los esquemas mentales con que se ha pretendido modelar, interesadamente, la percepción social sobre una multitud de asuntos, incluyendo el cambio climático, así como en otros tiempos lo hicieron sobre otro tipo de catástrofes naturales (terremotos, erupciones volcánicas, maremotos, meteoritos) o en relación con situaciones de tensión internacional como lo fueron la Guerra Fría y la Destrucción Mutua Asegurada, los desastres nucleares o, más recientemente, las consecuencias apocalípticas de la tecnología y la inteligencia artificial. Estos marcos distópicos, muy rentables económicamente y atractivos en términos de ocio, pueden convertirse, sin embargo, en obstáculos para un debate social eficaz. Lamentablemente, la percepción sobre las consecuencias dramáticas de las catástrofes ya no son imágenes apocalípticas en las pantallas, sino que, de forma directa o, al menos, cercana, cada vez hará que sean más numerosas las ocasiones en que recibiremos el impacto de distintos episodios meteorológicos, como ha sucedido con motivo de la reciente riada del 29-O.
Frente al mito inmovilista y reaccionario de la distopía, la razón de la ciencia debe servir como marco de referencia mediante un conocimiento exhaustivo y completo, que acompañe, acompase y sirva de referencia sólida para disponer de medidas listas para su implementación, lejos de banalidades acerca de un futuro sombrío que, por inevitable, no invita a la participación responsable, sino al cinismo, el colapso y la búsqueda de atajos de tipo emocional y reaccionario.
Además, el margen de acción y el campo de lo posible se va estrechando a medida que avanzamos en el deterioro de las realidades ambientales y las cifras que las miden, por lo que actuar con anticipación supondrá, además, poder actuar con mayor margen de maniobra y mediante decisiones de más calidad. Y en este escenario, algunas variables que permitirán rentabilizar un margen de maniobra apropiado en un futuro próximo serán la creatividad social, la innovación institucional, la riqueza de conocimiento científico y el perfeccionamiento técnico resultante de la inversión pública.
Los valores medioambientales están ligados al acervo inmaterial que fundamentalmente a través de la participación ciudadana puede aflorar de forma conveniente para una gestión preventiva de los riesgos naturales. Tenemos ejemplos de ello en el ámbito valenciano a través de instituciones tales como los tribunales consuetudinarios o las prácticas agrícolas sostenibles, que practican principios de gestión hídrica basadas en el reconocimiento de la dependencia que los humanos tenemos de la naturaleza para la existencia misma desde una perspectiva democrática y justa, tal y como instituciones como la UNESCO han puesto de relieve. El acervo de conocimiento que atesoran instituciones como el Tribunal de las Aguas de la Vega de València nos enseña la importancia de gestionar el agua en un sentido sostenible que vele por la gestión y ordenación del recurso garantizando su propia disponibilidad en un sentido sostenible. Se evidencia, así, la estrecha relación de dependencia entre el patrimonio ambiental, el material (infraestructuras adecuadas), el inmaterial (los valores) y la participación ciudadana (la práctica y los mecanismos instrumentales de gestión).
El litoral valenciano ha dado origen a multitud de prácticas enraizadas en una gestión sostenible de recursos naturales de todo tipo y a los que las Administraciones Públicas han dado la espalda en muchas ocasiones como fuentes válidas de conocimiento que transferir a la gestión pública. La costa valenciana (la mediterránea peninsular, en su conjunto) se está convirtiendo en la membrana de interacción entre un Mar Mediterráneo en constante elevación de su temperatura media de una parte y, de otra parte, en un complejo entramado en el que, de forma desordenada, se han ubicado, sin planificación adecuada, especialmente a lo largo de los últimos setenta años, toda una multitud de usos humanos que han elevado el impacto, el nivel y la complejidad de los riesgos naturales sobre la propia vida humana.
La ciudadanía organizada y orientada por criterios informados de naturaleza científica se convierte en un reservorio de responsabilidad social para tensionar los límites de lo posible en el campo de la mitigación climática y opera, a su vez, como dique de contención frente a los retrocesos que la actual reacción negacionista pretende imponer. Para ello, no basta con una mera crítica o una radiografía exquisita de la motivación y la acción ideológica reaccionaria, sino que es preciso un programa de acción en positivo para el que no solamente basta una consistente inversión presupuestaria pública, sino un fortalecimiento institucional y de capacidades en favor de las Administraciones Públicas que, frente a la emergencia, la crisis, el riesgo y la alerta, impongan un escenario habitable, no solo en términos ambientales, sino también de una mínima dignidad social.
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