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No te quejes, maricón

Ekain y su novio en la concentración de Basauri.

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Tratar de evitar que revienten la cara a una persona homosexual es una lucha simbólica. Al menos para aquellos que no entienden el riesgo de ir caminando de la mano de su novio y que una piara de machitos heridos en el orgullo considere que su masculinidad se ve afectada si no mandan al hospital a un chaval por amar a otro. Lo importante, nos dicen, es lo concreto y lo material, la vivienda, el precio de la luz, la precariedad laboral. Luchas relevantes de la izquierda que se están viendo opacadas por atender asuntos identitarios absurdos como dotar de ciudadanía al colectivo trans o evitar que apaleen a homosexuales por la calle. Una izquierda desnortada, dicen, que considera que dotar de derechos a colectivos históricamente vulnerables tiene que ser una prioridad en las políticas públicas mientras ellos, una serie de señores con columnas, no consiguen tener la vida que Francisco Umbral les prometió en sus memorias. 

No hay nada más despreciable que calificar como simbólico el derecho a la propia vida de miles de personas. Una indignidad que alcanza la categoría de traición a los valores de progreso cuando se cuestiona desde la izquierda. Puedo entender el hartazgo de un homosexual, una lesbiana o una mujer, sea trans o no, cuando su seguridad y el derecho a ser reconocidas como seres humanos se cuestiona de manera sistemática despreciando su propio ser, su militancia, para caracterizarla como simbólica. Puedo entenderlo, o al menos acercarme a su cansancio, porque me produce ira que una recua de acomplejados haya elegido su bienestar como nicho de mercado. 

Sin lo simbólico no hay revolución posible: ''En cierto sentido, se puede describir la lucha de clases como una lucha por el control de los sistemas simbólicos de una sociedad concreta. El grupo oprimido, que comparte y participa en los principales símbolos controlados por los dominadores, desarrolla también sus propios símbolos. En la época de un cambio revolucionario, estos se convierten en una fuerza importante para la creación de alternativas. Otra forma de decirlo es que solo se pueden generar ideas revolucionarias cuando los oprimidos poseen una alternativa al sistema de símbolos y significados de aquellos que les dominan'', explicaba Gerda Lerner en La creación del patriarcado. Pero es que además la violencia no es simbólica. 

La seguridad es una de las cuestiones más materiales de la pirámide del bienestar social. No se puede llevar una vida normal si no está garantizada, y eso a las mujeres, a los homosexuales, a las lesbianas y a las personas trans se les pone en cuestión a diario. Se considera que su seguridad es un bien despreciable. Una lucha que distrae de la verdadera causa de emancipación obrera. La pinza entre la extrema derecha y la izquierda lepenista a la hora de minusvalorar los derechos del colectivo LGTBI+ llega al punto de despojarle de su condición precaria por el hecho de tener necesidades de representación legal efectiva y luchar por ellas. 

La extrema derecha no ha perdido el oremus en esta causa, tiene claro cuál es el enemigo. La placa de La Veneno ha vuelto a aparecer vandalizada y un grupo de neonazis acudió a boicotear las protestas feministas por los asesinatos de Olivia y Rocío Caíz. El problema lo tiene ese grupúsculo feminista esencialista con rencor por haber perdido los cargos públicos que tenía en exclusividad y que cuando asesinan a una niña se dedica a insultar a la ministra de Igualdad por querer dotar de derechos al colectivo trans y que no tenga la vida que las mujeres tenían con la sección femenina. 

A Ekain Perrino lo apalearon 13 hombres sanos del patriarcado por ser homosexual en un parque de Basauri. Una especie que lleva al fondo del mar a las hijas de una mujer solo para hacerle la vida insoportable. Eso es irrelevante para una parte de la izquierda sumisa con la extrema derecha que ha hecho de sus complejos una oportunidad para medrar. Su discurso no es inocente, hace más difícil la vida de miles de personas. Ha convertido el derecho a la vida de nuestra gente, porque son nuestra gente, en una lucha simbólica que distrae de hablar de lo importante para el bienestar de una pléyade de señores con querencia por la copa de balón. Menos hablar de diversidad y más de la tarifa de la luz, nos dicen, porque parece que a Ekain por ser homosexual no le han subido la factura ni es clase trabajadora. Sus heridas son simbólicas, un problema personal que disgrega la lucha colectiva, nos dicen. Los colectivos históricamente oprimidos tienen ahora que sufrir a una izquierda lepenista que le pide a Ekain que deje de gimotear, que se quite la sangre en silencio y no levante la voz, que agache la cabeza. Una izquierda cómplice del fascismo que si pudiera reeducaría al diferente y con una bota en el cuello le diría al oído: ''No te quejes, maricón''.

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