Un cuento para el señor cardenal
“La homosexualidad es una deficiencia”. Ajá. Me gustaría contarle un cuento, señor cardenal, si es que me lo permite. Es mucho más largo –y desde luego más interesante- que la Biblia, pero no durará ni una misa, palabra. Había una vez una roca de magma y metal fundido, de mares que se evaporaban al instante. Al cabo de un rato -y quien dice un rato dice unos centenares de millones de años- apareció una cosa rara del copón llamada vida; aún hoy seguimos tratando de saber de qué va exactamente. Es una sustancia escurridiza, nos plantea preguntas sin respuesta y, a veces –bueno, con frecuencia-, supera nuestra capacidad de entendimiento. Eso sí, no desistimos en nuestro afán de comprenderla, de investigarla y, a pesar de que haya recovecos que aún no alcanzamos a iluminar, jamás nos inventaremos lo que hay en esa oscuridad. Si, sé que le resultará extraño, acostumbrado como está a rellenar los vacíos con la redundante vacuidad de la fe, de los inescrutables caminos del Señor. Pero es lo que hay y es ciencia, señor cardenal.
Bueno, que nos desviamos, y me pierdo, y luego me dicen que suelto rollos macabeos, aunque a usted quizás le van. El caso, señor cardenal, es que tenemos una cosa que llamamos vida, y cuyo único cometido –estará usted de acuerdo- es reproducirse. Primero, en lo que era un mundo gris, predecible y clónico, mediante la tediosa mitosis. Y después, en un estallido de luz, color, placer y posibilidades infinitas, mediante la reproducción sexual, la piedra angular de la biodiversidad actual y eterna pregunta de la biología evolutiva. ¿Cómo? ¿Que no lo entiende? Se lo resumo: follar. Bueno, no exactamente, pero ya me capta: intercambio de fluidos e información genética, acoplamiento sexual de mil formas y maneras, todas esas cosas que usted dice no conocer y sobre las que sin embargo, pontifica. Como si yo hablase de la NBA o las atracciones turísticas de Johannesburgo. (Truco: dado que no tengo ni pajolera idea, jamás hablo de eso)
¿Y sabe qué? Que nuestra sexualidad dista mucho, en lo formal, de la de un algarrobo, o la de una hormiga, pero básicamente se trata de lo mismo. La cuestión es procrear, reproducirse, o al menos intentarlo y pasárselo bien, porque lo importante no es ganar, es participar. La madre naturaleza es muy lista: qué mejor forma de instarnos a hacer algo que haciendo que nos guste. Que nos guste muchísimo en realidad, porque cuando haces pop ya no hay stop, y eso es un seguro de vida para el gen egoísta.
Me vuelvo a ir por las ramas; será cosa de familia, quién sabe. El caso: es usted lo más antinatural que ha pisado la faz de la Tierra, señor cardenal. Y no es que yo le tenga demasiado aprecio a lo natural (quiero vivir más de ochenta años, me encanta el vino, viajar en tubos de metal voladores a mil kilómetros por hora y no pasar frío en invierno), pero parece que usted sí. Que si “lo natural es un hombre y una mujer”, que si es “lo que debe ser”. ¿Pero se ha visto usted en el espejo? Es usted un primate viejo y calvo –como mi abuelo, no se ofenda que no es la intención- que no ha tenido descendencia. Y no tiene hijos, ni nietos por una decisión consciente que, me juego mi edición de “El Origen de las Especies”, le habrá acarreado no poco esfuerzo, sufrimiento y sacrificio. Piénselo: ningún animal de este planeta se autoimpone un celibato como el suyo: es un suicidio para la especie, una bomba evolutiva. En secundaria se estudian comportamientos así en el mundo animal: la selección natural los aparta de un manotazo. Y sin embargo, sí que hay numerosísimos casos de homosexualidad animal y, mire usted qué cosas, algunos... ¡hasta adoptan!
Quizás los homosexuales y usted compartan la afición por lo antinatural. Yo, si me lo permite –y por los motivos antes expuestos- me sumo feliz y contento. Pero la diferencia clave que trazan sus monstruosas palabras y su anacrónico atuendo, querido talibán, es que nosotros no hacemos del adoctrinamiento nuestro medio de vida.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
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