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Belfast, ciudad de vida y muerte

Belfast.

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Transcurridos casi 25 años desde la firma del Acuerdo de Viernes Santo, el bullicioso y cosmopolita centro de Belfast parece haber dejado atrás el enfrentamiento armado que durante décadas desangró a Irlanda del Norte. Los coloridos y vanguardistas murales que adornan las paredes de esta parte de la ciudad soslayan de forma cuidadosa cualquier mensaje político, excepción hecha, quizá, de alguna que otra referencia más o menos velada al proceso de paz. En la oficina turística situada frente al ayuntamiento el conflicto ocupa un lugar más bien secundario: apenas unos pocos libros y panfletos nos recuerdan que estamos en lo que fue hasta hace no tanto, en palabras de la revista Vice, la capital europea del terrorismo. De las 3.500 víctimas mortales que dejó el conflicto norirlandés entre 1968 y 1998, más de 1.500 se produjeron en Belfast, una capital relativamente pequeña que nunca ha superado el medio millón de habitantes. En el museo de la antigua prisión de Crumlin Road y, sobre todo, en el Ulster Museum, el conflicto, tratado con una ecuanimidad exquisita y con un rigor sorprendente, tiene un protagonismo más visible, si bien este aparece enfocado, en esencia, como una dolorosa etapa felizmente superada.

Pero a poco que nos alejamos del centro y de las principales atracciones turísticas, las sensaciones cambian. A escasos quinientos metros en dirección noroeste de la Catedral de Santa Ana, cuyos aledaños son el epicentro de la vibrante vida nocturna de la ciudad, nos encontramos con una meticulosa reproducción de la fachada del McGurk, pub volado por una bomba unionista el 4 de diciembre de 1971; una lápida flanqueada por dos banderas negras recuerda los nombres de los quince civiles -entre ellos dos niños- fallecidos. En ese mismo lugar, al alzar la mirada vemos tres enormes murales que coronan otras tantas torres de viviendas; en ellos aparecen unos rostros y unos nombres que corresponden a antiguos miembros del IRA y del INLA, las organizaciones paramilitares de ideología nacionalista irlandesa más populares y sanguinarias. A grandes rasgos, el conflicto de Irlanda del Norte enfrentó a estos últimos con paramilitares unionistas, con los cuerpos policiales locales y con el ejército británico, siendo la relación entre estos tres bastante turbia, pues hay documentados varios casos de cooperación.

La partición de la isla de Irlanda en 1921, sobrevenida en el contexto de la guerra de independencia, supuso la creación de dos estados: el Estado Libre Irlandés e Irlanda del Norte, permaneciendo este último bajo soberanía británica. En el nuevo estado norteño la minoría católica, generalmente autoidentificada como irlandesa, quedó política y socialmente marginada, subordinada a una mayoría protestante de adscripción nacional británica. Así, a mediados de la década de 1960 eclosionó un movimiento por los derechos civiles de los católicos similar al encabezado por Martin Luther King en Estados Unidos. Entre 1968 y 1971, diversos factores, entre ellos el inmovilismo de los unionistas y los gravísimos errores cometidos por los británicos, provocaron que lo que comenzó siendo un movimiento pacífico con demandas moderadas acabara en un baño de sangre. La progresión del número de muertes es elocuente en este sentido: 16 en 1969, 26 en 1970, 171 en 1971 y 480 en 1972. Si a la altura de 1968 el decadente IRA era poco más que una reliquia del pasado, cuatro años más tarde se había convertido en una formidable organización capaz de poner en jaque al estado unionista y al ejército británico. La incompetencia de los británicos también favoreció la creación y el crecimiento de grupos armados unionistas, entre los cuales destacan la UVF y la UDA. Aunque nunca se repitió una cifra como la de 1972, el conflicto se prolongó hasta los acuerdos de paz de 1998, y aún después hubo alguna réplica.

Así pues, como decíamos, todo aquello está hoy muy presente en el espacio público de Belfast. No muy lejos del centro, esta vez en dirección oeste, comienza Falls Road, arteria principal del Belfast católico y nacionalista. Avanzando por ella, después de unos cuantos murales cuyo signo político ofrece pocas dudas, nos topamos con un imponente memorial dedicado a miembros del IRA caídos durante el conflicto; un enorme mapa situado detrás pone de relieve que en la zona hubo hasta cinco bases británicas. Más allá, a medio kilómetro en dirección noroeste, se encuentra otro monumento similar, pero ahora dedicado tanto a integrantes del IRA como a civiles muertos a manos de unionistas o del ejército; unos y otros se cuentan por decenas. Otro memorial adyacente recuerda lo sucedido en Bombay Street cuando una turba unionista prendió fuego a toda la calle, habitada casi exclusivamente por católicos. Esto ocurrió en agosto de 1969 en el contexto de unos disturbios generalizados que dejaron ocho muertos y centenares de edificios destruidos por toda Irlanda del Norte; además, 1.800 familias fueron expulsadas de sus hogares. Los católicos, con seis muertos, más del 80% de los edificios echados a perder y 1.500 familias evacuadas, se llevaron la peor parte. Este fue, mucho antes del Domingo Sangriento de 1972, uno de los episodios clave a la hora decantar a importantes sectores de la comunidad católica hacia la violencia.

A pocos metros en dirección norte, tras atravesar una de las eufemísticamente llamadas peace lines, nos adentramos en el área de Shankill Road, enclave protestante de Belfast Oeste y bastión del paramilitarismo unionista. Aquí los colores son otros: los de la tricolor irlandesa aparecen sustituidos por los de la Union Jack, pero la escenografía no es muy distinta. Eso sí, entre murales dedicados a monarcas ingleses y a paramilitares fallecidos, llama la atención uno de reciente colocación en el que, junto a hombres armados enmascarados, se lee un texto extremadamente hostil firmado por la UVF que culmina así: ‘‘Hoy, este mensaje no ha cambiado’’. Soflamas amenazantes como esta son más difíciles de encontrar en las áreas nacionalistas, por lo general más cómodas con el resultado del proceso de paz. Muy cerca, en pleno corazón de Shankill Road, está el memorial dedicado al atentado del Bayardo Bar: el 13 de agosto de 1975 una unidad del IRA ejecutó un ataque con explosivos y armas de fuego que dejó cuatro civiles y un miembro de la UVF muertos. Este memorial recuerda además otras de las atrocidades cometidas por el IRA, como los atentados de Birmingham de 1974 (21 muertos), el del restaurante La Mon de 1978 (12 muertos) o el de la pescadería Frizzels de 1993 (9 muertos). Mención aparte merece el caso de Belfast Este, de mayoría unionista, donde están los murales más siniestros e inquietantes. En uno de ellos, firmado por el East Belfast Battalion de la UVF, dos hombres encapuchados equipados con rifles de asalto flanquean la siguiente frase: ‘‘La prevención de la erosión de nuestra identidad es ahora nuestra prioridad’’.

En definitiva, Belfast es hoy una ciudad fascinante con mucho que ofrecer: museos como el de Crumlin Road, el del Ulster o el dedicado al Titanic, así como su jugosa oferta cultural y sus acogedores pubs, son razones más que de sobra como para justificar una visita. Pero son sus espacios de memoria dedicados al conflicto, que se cuentan por centenares, los que la convierten en una ciudad única en Europa y tal vez en el mundo. Unos espacios de memoria que, si bien habrían de mantenerse, no deberían convertirse nunca en espacios de rencor y venganza, o menos aún de amenaza y chantaje, como parece estar ocurriendo en algún caso. Porque, por encima de todo, debe estar la paz a la que tanto costó llegar. Una paz que en alguna medida parece haber sido sacudida por el Brexit, el cual ha exaltado los ánimos del unionismo más intransigente al tiempo que, paradójicamente, ha allanado el camino hacia una Irlanda unida. Como reza una pintada situada en Montgomery Street: ‘‘Una nación que mantiene un ojo en el pasado es sabia. Una nación que mantiene los dos ojos en el pasado está ciega’’.

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