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La inmaculada Constitución

Ignacio Blanco

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Estamos casi al final del acueducto prenavideño. Tres puentes unidos por dos festivos de origen diverso pero que ya no se entienden el uno sin el otro, el 6 sin el 8. Sería complicado encontrar españoles que supieran con certeza cuál es el motivo de celebración de la Inmaculada Concepción, tanto el religioso –nada que ver con la paloma– como el civil –una victoria de los tercios castellanos en Flandes–, ambos realmente milagrosos. En cualquier caso, no se alcanza a comprender por qué, en un estado aconfesional, el calendario laboral sigue estando marcado por ritos católicos de tan escaso arraigo social. Otras festividades más tradicionales, como el Corpus o Santiago, hace tiempo que perdieron ese estatus que el 8 de diciembre sigue conservando en pleno siglo XXI, para satisfacción del sector turístico.

En fin, hablemos de nuestra inmaculada Constitución. Resulta curioso, y cada vez más sintomático, ver los rifirrafes que se producen cada año, desde hace pocos, con motivo de los actos institucionales del 6 de diciembre. En Madrid, a la celebración del Congreso de los Diputados volvieron a faltar los representantes de Izquierda Unida y de los partidos nacionalistas –de nacionalismo no español, para ser exactos– mientras Podemos se quedaba a medias, unos dentro y otros fuera. En Catalunya, como ya pasó el 12 de octubre, munícipes independentistas hacían como que trabajaban creyendo así boicotear la unidad de España. Y en ésta nuestra Comunitat, el Consell y la Delegación del Gobierno rivalizaban en actos oficiales, uno en Alicante y otro en Valencia, copados por cargos públicos de uno y otro pelaje. Todo ello, claro está, ante la máxima indiferencia ciudadana.

En los corrillos periodísticos, y en ese gran corro virtual que es Twitter, se sucedían las declaraciones de líderes políticos sobre el tema que ocupaba todas las tertulias radiofónicas y ninguna en el bar: la posible reforma de la Constitución. Rajoy, haciendo de sí mismo, venía a decir aquello de no hacer mudanza en tiempo de tribulación. El PSOE, más constitucionalista (del 78) que nadie, planteaba una reforma –imprecisa y limitada- como acto de amor a la misma Constitución (del 78). Y a su izquierda se percibían claramente dos almas en un mismo cuerpo, el de Unidos Podemos: mientras unos hablaban de adaptar, actualizar o “ensanchar la Constitución” (Errejón), otros postulaban directamente un “momento constituyente” (Iglesias) para “una nueva Constitución” (Garzón). No es ésta una diferencia menor pues, más allá de la eterna tensión dialéctica entre reforma y ruptura, refleja una discrepancia estratégica cada vez más evidente entre quienes medirán fuerzas en Vistalegre II.

Yo sigo pensando que estamos ante una crisis de régimen, que no se da únicamente en España sino en todos los países de nuestro entorno y de la que el Brexit, la victoria de Trump o la derrota de Renzi en el referéndum de Italia son sólo los primeros síntomas electorales. Todo aquello que hace pocos años parecía intocable está ahora en cuestión, desde la Unión Europea a nuestra sacrosanta Constitución. Vivimos tiempos convulsos e inciertos en los que el futuro inmediato da miedo, pero no nos queda otra que dar la batalla en un proceso constituyente que, materialmente, ya está en marcha… y vamos perdiendo. El conservadurismo ha dejado de ser una opción.

Quienes, desde la izquierda, argumentan que la correlación de fuerzas hace inviable una Constitución mejor que la actual –“virgencita…”– desconocen su propia historia y menosprecian sus propias fuerzas. La impronta del PCE en el texto de 1978 fue mucho mayor que su peso parlamentario; el problema fue que el contenido social de la Constitución quedó en papel mojado mientras las estructuras del régimen se blindaron con papel de lija. En estos momentos, el bloque teóricamente favorable a un nuevo proceso constituyente, que desate los nudos de la transición y garantice el cumplimiento de los derechos humanos universales, dispone de más escaños y legitimidad que nunca. Cierto que ese planteamiento aún no es mayoritario electoralmente; para lograr eso habrá que conectarlo con la realidad cotidiana de explotación y privación de servicios básicos que sufren las clases populares, como hizo la PAH con la ILP contra los desahucios.

Tarde o temprano desaparecerá el puente de diciembre. Cambiaremos unos festivos por otros, dejando atrás las reminiscencias nacionalcatólicas y las reliquias constitucionales. Espero que sea para celebrar que, esta vez sí, el pueblo es protagonista de su propia historia.

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